Las mallas del poder

10.11.2014 20:54

Las mallas del poder

 

Raúl Prada Alcoreza

 

 

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Índice:

 

La desnudez del poder

Crepúsculo y apocalipsis

Una lectura de El otoño del patriarca                                             

Formas de gobierno e “ideología”

Experiencia y narración                                                      

Genealogía de la forma gobierno                                             

Crónica de tres muertes anunciadas                                       

La trama del poder                                                           

 

 

Dedicado a los y las combatientes, para quienes la lucha continua

 

 

¿Hay acaso algún centro en esta proliferación de trayectorias

De propagación de ciclos, desplazamientos múltiples

De marcas, huellas, hendiduras, inscripciones

Inventores de lenguajes y de vidas?

 

La mirada aposentada en algún lugar podría engañarnos

No es ese el núcleo ni ningún sitio lo es

No hay un lugar privilegiado

Todos los son a la vez

Todos los parajes son los focos tácitos

 

Fue Narciso quien se creía ser el espejo del universo

Enamorado de su rostro flotando en el agua cristalina

Ahogado por este amor a sí mismo

Donde creció la flor llevando su nombre

En memoria de este encantamiento del espejo

 

Ese meollo ilusorio es un refugio

La cueva donde se ocultan los temores

Lo miedos, los terrores, las vulnerabilidades

Madriguera convertida en la médula del mundo

Como si desde allí se lo inventara

 

Pretensión de autoridad a partir de profundos quebrantos

Sólo la violencia puede convertir el pavor en aparente bravura

La recóndita vacilación en aparente solidez

La lasitud en fortaleza

La abulia en actividad

La equivalencia en pujanza

Por otro lado, sólo la violencia

Puede convertir la asociación espontanea

En jurisdicción

Sólo la violencia puede persuadir

Sobre la procedencia sagrada

De esta médula ilusoria

 

Convencidos por la leyenda

Los humanos se dejan embrujar por el dinero

Se dejan hechizar por el poder

Creen en la quimera de la sede

A la cual se accede con dinero

Se conquista con poder

 

Espejismo infausto

No hay centro alguno

El dinero solo compra su ausencia inclemente

El poder sólo conquista el vacío

Huecos exorbitantes de la nada

Abismos donde se despeña la fábula

Como luz fugaz tragada por el agujero negro

Desintegrándose cuando cree haber conquistado todo

 

Historia de sociedades empujadas a orbitar un centro ficticio

Anillos embriagados por la atracción enigmática

De esta colosal fantasía del centro y del orden

Órbitas forzadas por la obligación de cumplir

De circular todos los días alrededor de los ejes

De los establecimientos instituidos

Alrededor del corazón mismo del meollo

El arquetipo del gobierno de cuerpos

De ciudades, de territorios

Idea absoluta de Estado

Como si de esta manera dieran vida a su propio delirio

Rito y ceremonia por lo desconocido

Rito y ceremonia por el mito del cetro

Falo erecto del patriarca inicial

Transmitido de generación en generación

Símbolo de mando, de dominio

Cetro asumido democráticamente

En la época de las máquinas, de las industrias

De los comercios ultramarinos

Del desvanecimiento de lo sólido

De la velocidad y de la vertiginosidad de los cuerpos

Cetro quimérico

Fósil de la primera erección convertida en dominio

Elegido libremente por los y las subordinadas

Mito patriarcal de la transferencia masculina

De fraternidad a fraternidad

Siguiendo la ruta sacerdotal y de la guerra

Mito de la verdad oculta, mito del poder aplastante de las armas

Invistiendo a eunucos como cuidadores de la virginidad de la verdad

Invistiendo a guerreros como cuidadores del inmenso territorio

Cuerpo extendido del déspota

 

Ya no hay eunucos cuidadores ni guerreros insomnes

Tampoco el cuerpo del déspota se extiende

Simbólicamente en el territorio

En sustitución están los funcionarios

Encargados de velar por el cumplimiento de las normas

Están los celosos especialistas de armas

Encargados de mantener las líneas dibujadas de las fronteras

 

Están los celosos vigilantes de las urbes

Encargados de mantener la limpieza y el orden de las ciudades

Están los comisionados de transmitir relatos

Sustituyendo a los cuentistas de la noche

Destilando su imaginación alrededor de la fogata

Reuniendo a niños, a mujeres y hombres

Todos vulnerables ante el acoso de la infinita concavidad

Del universo incomprensible

Los de las voces e imágenes eléctricas

Como rayos capturados en cables de cobre

Manteniendo en contacto a inmensas poblaciones

Están los competidores por representar al pueblo

Hablar a su nombre en el magno Congreso

Entregando las tablas de Moisés

Constantemente renovadas, multiplicadas

Proliferantes, productos de la industria legislativa

Regulando los mínimos detalles de las conductas

Están los gobernantes de turno

Esmerados por parecerse al primer patriarca

Haciendo gala de sus sacrificios

Salvadores del pueblo y de la patria

 

Son otros personajes

Sin embargo, el centro sigue siendo el mismo

El mito del falo erecto del mando

Como viril ausencia de un origen inventado

El centro del poder vacío

Circundado por ocupaciones provisorias

Queriendo demostrar con estas circulaciones reiteradas

La médula del poder existe

Dirigiendo las vidas y los destinos

 

Persistencia fanática en invertir el juego de la vida

El devenir alegre de los ciclos

Por convertirlo  en cronograma reiterado

En cumplimiento moral

En obediencia de leyes y disciplinas

Por convertir al mundo en imagen narcisa

De los señores del dinero y del poder

Enamorados de sí mismos

Se ahogaran en las aguas de su propio espejo

No crecerá después ninguna flor en su recuerdo

 

 

De Sabastiano Monada

La ilusión de Narciso en Residencia en el presente

 

   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La desnudez del poder

Crepúsculo y apocalipsis

Una lectura de El otoño del patriarca

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dedicado a Víctor Manuel Ávila Pacheco, vocación y sabiduría territorial, intérprete de un mundo moderno en clave heterogénea; a Wilson Libardo Peña Meléndez, investigador incansable al servicio de las ciencias alternativas integradas a las ecologías;  a Abel Barreto,  jurista crítico, sobre todo monje zen; a Camilo  Medrano, promesa de las nuevas generaciones, cultivador de los alimentos orgánicos, que nos integran a la potencia de la vida, aguda inteligencia insobornable a los encantos edulcorantes de la academia; a Andrés Arevalo, entregado al estudio profuso, abriendo sendas para mundos alternativos, entregado a la alegría del baile, que forma parte de nuestras culturas corporales;  a Daniel Montañez, humanidad sin límites, diáfano como el agua de manantial, rebelión ibérica llevada al extremo como los ancestros, gasto heroico de los y las ácratas de todos los tiempos; a Yamile Rojas Luna, inteligencia lúcida de los valles fértiles, al borde la cordillera inmensa, custodia de nuestras pasiones intrépidas, articulando los territorios costeros con los territorios amazónicos y andinos, tejedora y tejido perceptual, que nos articula, integra y educa;   a todos los y las jóvenes intempestivos que los acompañan en las formaciones libertarias de activistas y heterodoxos iconoclastas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El crepúsculo y el apocalipsis son dos figuras fuertes, opuestas a las figuras del amanecer y del nacimiento. La destrucción es el mensaje que se expresa elocuentemente en señales, signos y síntomas de premonición. Destrucción opuesta a la construcción, a la creación. Cuando el crepúsculo y el apocalipsis aparecen descritos en toda su desmesura descomunal, sobre todo en toda su voluptuosidad perversa desenvuelta,  nos encontramos ante una narrativa carnal, biológica, proliferante como la naturaleza. Gabriel García Márquez, en El otoño del patriarca, se explaya en una narrativa espectacular del acontecimiento crepuscular y apocalíptico de fin de ciclo.  Quizás sea no sólo la mejor novela de García Márquez, como el mismo lo dice en una entrevista, sino también la mejor metáfora del poder.  Es indispensable detenerse en ella, en su narrativa tropical y glacial, a la vez, en sus metáforas desbordantes y magníficas, elocuentes de la fuerza de la vida, pero también de la destrucción. Detenerse a interpretar el mundo desde esta escritura demoledora, que penetra en las entrañas mismas del acontecimiento; sobre todo, del acontecimiento sufrido como experiencia corporal. Esto para comprender el metabolismo del poder, más acá de su mecánica de fuerzas. Esta es la tarea de este ensayo.

 

En El otoño del patriarca el poder aparece en la figura del patriarca. Figura senil, por lo mismo, figura otoñal y crepuscular. Metáfora cruel del acabamiento. El poder aparece en todos los anuncios del crepúsculo, en todas las marcas iniciales del apocalipsis. El poder es el esfuerzo sobre-humano para vencer a la muerte, la que forma parte de los ciclos singulares de vida,  en sus formas individualizadas. Se trata de oponerse al destino, si se quiere, buscando la eternidad; la que obviamente no se consigue, salvo la ilusión de permanecer a costa de una sañuda represión persistente sobre los mortales, a quienes se les esquilma para obtener el reconocimiento obligado de los congéneres de que el poder es el origen de todo, que sin el poder no es posible nada. El poder entonces es la consagración de la rendición masificada, la renuncia a la voluntad de vivir, que no puede ser otra cosa que la autonomía, que es si se quiere el ser, dicho filosóficamente. En otras palabras, el poder es la renuncia a ser.

Hay que detenerse, como hemos dicho, en la lectura de El otoño del patriarca, en cada uno de sus capítulos, en cada figura premonitoria, en cada eclosión configurativa del apocalipsis. Aprender de esta intuición narrativa la comprensión del acontecimiento; pero, también, la comprensión de la destrucción. Como se sabe, hay distintas formas de narrar, distintas narrativas; la novela es de las narrativas que interpretan el mundo a partir de la trama dramática de los sucesos y eventos. Aquí la percepción se resuelve entre la interpretación de la poiesis y la secuencia conjugada de escenificaciones pasionales, secuencia compuesta en un tejido que empuja a los desenlaces, donde, por fin, el sentido inmanente se revela[1]. La novela no pretende ser una descripción científica, ni competir con estas descripciones; la novela sustituye el proceso efectivo de los fenómenos dados por el proceso imaginario de las representaciones simbólicas y estéticas, entendidas como sinapsis sensibles. Quizás por esto está más cerca a los espesores del mundo que las ciencias sociales, que se acercan al mundo a partir de hipótesis contrastables, hipótesis, que esperan la verificación acudiendo a los datos. Datos cuantitativos y cualitativos, que si bien pueden ordenarse en ecuaciones o en explicaciones abstractas, no dejan de ser esqueletos fosilizados, en corporación al efluvio corporal de la estética y la experiencia social.

Las ciencias sociales, sobre todo la ciencia política, se han devanado los sesos para poder explicarse este fenómeno del poder, reducido al Estado. No han podido dar una explicación sostenible, pues todas son incompletas, reductivas, simples. Por eso, quizás sea aconsejable, intentar hacerlo por el lado de la novela. Nos adentraremos en la narrativa de El otoño del patriarca para incursionar en esta hermenéutica de la metafórica de la novela.

 

 

El otoño del patriarca

 

La figura de entrada y persistente es la del deterioro. Cuando desaparece todo cuidado, cuando la dejadez y el olvido se imponen; se convierten en la condición de posibilidad de la decadencia. Esta figura es repetitiva y constante a lo largo de la novela; se repite en su diferencia, aparece en su elocuencia desgarradora, también de abandono. Es como el clima que permanece, a pesar de su movimiento. Por eso la certidumbre del cataclismo; todo parece anunciar el acabose inminente, incluso podríamos decir, el juicio final apocalíptico. El palacio se encuentra desvencijado, destrozado, carcomido, abandonado, invadido por los gallinazos y vacas, los animales que sobreviven al humano. Se trata de una narración que comienza por este final, el apocalipsis; buscando rememorar lo que aconteció antes, como respondiendo a la pregunta: ¿Cómo se llegó a semejante destrucción? Como respuesta a esta pregunta hay otra figura persistente, la del patriarca, el que manda; el que sostiene al mundo de la representación en su cuerpo decrépito. Este caudillo es la síntesis de la decadencia y de la destrucción. Parece un ángel de la venganza divina contra los humanos, venganza de un Dios justiciero, que entrega a los humanos lo que se merecen. El patriarca está a la altura de los deseos de poder de los súbditos; deseo que sólo pueden cumplirlo entregando su voluntad general al hombre, hijo del hombre, demonio mismo de las miserias humanas congregadas en el monstruo imaginario que sintetiza sus angustias. El padre de todos, el corregidor, el juez, el dictador, el déspota, el amante urgido, apremiado por su dolor.

Entonces ambos se encuentran, las humanidades reducidas a sus miserias y el hombre cruel que condensa las angustias individuales. Ambos se sostienen en sus límites fragmentados, en sus sueños de poder, en sus ansias de dominio. Sin embargo, ambos lados solo pueden sostener una relación perversa, si se quiere, sado-masoquista. La forma intensa de esta relación es vengativa; descarga sobre los cuerpos su más descarnada violencia. La forma menos intensa de esta relación es la sumisión, prolongada en la forma indigna de la adulación. En el medio de este intervalo se encuentran todas las otras formas, todas corrosivas, las de la obediencia disciplinaria, las de las complicidades sinuosas, las de los encubrimientos montados. No solamente se trata de un círculo vicioso, por así decirlo, sino de todo estancamiento en la podredumbre generada por el ejercicio de poder. No se puede salir de esto sino por la caída crepuscular y tremenda de la destrucción total. Este es el apocalipsis.

 

En la novela son sugerentes las representaciones de una historia sin tiempo, de periodos largos, inmemoriales, que atravesaron varias generaciones, las mismas que naturalizaron como condena el contar con el dictador como origen y fin de la nación. Figuras de muertes y resurrecciones del poder, figuras bíblicas, que ironizan estas representaciones populares de la política. El ciclo del déspota se convierte en ciclo natural, por así decirlo.  Forma parte de la naturaleza de las cosas, pero también de los cataclismos. El déspota forma parte del paisaje. El déspota es un reloj, conmensura el tiempo, sincroniza las secuencias; sus pasos y paseos, sus recorridos usuales, forman parte del cronograma diario y nocturno. Salvo la llegada del cometa, que anunciaría su propia muerte. Ciertamente, el déspota es lo opuesto a Emmanuel Kant, el filósofo iluminista; el déspota no ilumina, al contrario, empaña, ofusca; por lo tanto, no propone conocimiento, sino desconocimiento. Propone algo así como una religión infernal de la eterna decadencia. Es la autoridad, no la razón.

 

El otoño del patriarca es una novela maravillosa por esa hermenéutica de lo imaginario y simbólico, reveladora de las composiciones corporales, composiciones transferidas a los espesores plásticos de la metáfora y a los imaginarios que acompañan, como comparsas feriales, a los desplazamientos del poder. Con el patriarca y los escenarios donde se mueve elocuentemente nos encontramos con lo que llamamos los engranajes y funcionamientos reproductivos del poder. Imposible explicar la presencia demoledora del poder sin esta creencia en la fatalidad misma del poder. El mito de la invencibilidad del déspota alimenta esta sumisión masiva y persistente de las muchedumbres. El miedo coagulado en los órganos sostiene el miedo del déspota, miedo encubierto por máscaras de aparente fortaleza, de simulada firmeza, cuando en el fondo son gritos de agonía. Se podría hablar, hipotéticamente, de una circularidad del miedo, que sostiene el poder; otra forma de relación perversa entre el paranoico, que es el caudillo deslumbrante, y  el masoquismo generalizado del pueblo.

 

El otoño del patriarca también es elocuente por la proliferación de  metáforas, de tejidos metafóricos, figuras y configuraciones, que incorporan a las formas de expresión desencadenadas cuadros pictóricos de lo que las ciencias humanas llaman estructuras históricas, lo que las ciencias sociales llaman formas de dominación históricas. Una narrativa maravillosa, reconocida como realismo mágico, sobre todo por su capacidad de relatar las historias desplegando una profusión desbordante de símbolos condensados. Por ejemplo, la ocupación de los marines aparece contada con humor agudo, presenta este desembarco como parte de un programa de asistencia de salud pública, como apoyo a la lucha contra la epidemia de la fiebre amarilla. También, desde la interpretación del patriarca, como un acto civilizatorio, para que los oficiales del ejército aprendan a comportarse como se debe, como corresponde a las costumbres modernas. Aunque también es presentado, en boca de los opositores exiliados, como complicad entre la potencia inmaculada y el patriarca otoñal, quien vendió el mar a las empresas extranjeras. La simultaneidad sin tiempo es concebida en otra metáfora de ensoñación; en el balcón del palacio, el patriarca observa al buque de guerra del desembarco de los marines y a las carabelas ancladas; ambos acontecimientos son presentados en la simultaneidad sin tiempo, historia que más que temporal es espacial. La conquista y el desencuentro cultural aparecen en la narración de sus corrientes lingüísticas encontradas, corrientes y contracorrientes de flujos de códigos distintos, también aparece así el intercambio desigual, que se llama comercio. Se contrasta la subasta biológica de animales y cuerpos en intercambio por abolorios insignificantes, objetos muertos, llamadas mercancías. También se contrasta la contabilidad minuciosa y detallada de la cuantificación económica de ocupación con el desorden inconmensurable del derroche de los compatriotas.

 

Otras figuras elocuentes en la novela pueden connotar un erotismo crepuscular, que se manifiesta en la agonía amorosa del déspota senil; son cuadros patéticos que expresan la compulsión desenfrenada del padre ancestral de centenares, hasta miles, de sietemesinos. El amante crepuscular se desborda en el desahogo sexual, que, a pesar de la agonía patriarcal, no rompe la rutina de las mujeres en sus quehaceres; a pesar de los gemidos del depositario del poder, quien, después de su eyaculación temprana, termina indefenso, vulnerable y en un llanto inconsolable. Las mujeres terminan venciéndolo, pues develan su impotencia inverosímil, a pesar de su desmesurada muestra de violencia. El patriarca no logra amor de sus concubinas, salvo la compasión hospitalaria de alguna joven raptada. Se enamora de Manuela Sánchez, la reina de los pobres, de los barrios de pelea de perros, a quien no logra encontrar en todo su reino, una vez que ella se escabulle de una manera imperceptible. Es derrotado por la mujer que viola, después de hacer asesinar al marido, viuda entonces que tiene que ayudarlo a encontrarla en sus intimidades; ante el sollozo inconsolable del patriarca, ella le rasca la cabeza de compasión.  Se puede decir entonces, que el patriarca domina a los hombres, pero no a las mujeres; entre ellas, tampoco a su madre, quien lo conoce desde su nacimiento, tal como llego al mundo, en su desnudez inocultable, tal como es, con todas sus debilidades incorregibles.

 

Otro flujo de tejidos figurativos elocuentes tiene que ver con el humor de la crueldad. Por ejemplo, el relato de la desaparición de los niños que seleccionaban los bolos de la lotería; su encierro, su desplazamiento a los páramos, por último, su navegación en una nave dinamitada. Las formas de deshacerse de sus compinches, que nunca dejan de conspirar, buscando la oportunidad de aniquilar al padre de sus riquezas. La cena de su compadre, el general Rodrigo de Aguilar, el único hombre de confianza, quien también termina conspirando contra el patriarca, comido por los oficiales conspiradores, presentado en un banquete, horneado a la mejor cocina. La relación displicente en los consejos de gobierno, a quienes deja hacer lo que quieran mientras quede claro que es él, el patriarca, el que manda. Las relaciones de complicidad y de traición, a la vez, con los coroneles y generales del ejército; fuerzas armadas que maneja a su antojo y capricho, nombrando a dedo los asensos.

 

Otra de las figuras mencionables, en esta reconstrucción de la estructura de la trama de la novela, es la relación patética del patriarca con la ciudad donde reside el palacio y la sede de gobierno. Visto desde los habitantes, se trata de una figura fugaz, casi tenue, como pincelada en el aire, antes de su desaparición. Recuerdan sus ojos tristes, sus manos delgadas de obispo,  sus palmas sin líneas a descifrar, sus miradas lánguidas, su rostro de enfermo soterrado, su olor fétido, que es lo único que demuestra que existe verdaderamente. Lo recuerdan también en los rumores increíbles, que cuentan de sus muertes y resurrecciones, de su omnipresencia, de  sus amoríos encubiertos, de sus crueldades inimaginables. Cuando parece morir, haber muerto, pues su cadáver se encuentra estirado en el suelo, sosteniendo su cabeza con su brazo derecho, haciendo de almohada, encuentran la oportunidad de desahogarse de tanto sufrimiento perpetrado por el déspota, invaden el palacio, en pleno funeral, se apoderan del cadáver y lo arrastran por las calles. No se dan cuenta que el que había muerto era su doble; el espejo de él mismo. El pueblo se enfrenta al desdoblamiento y a la duplicidad del poder.

 

Ciertamente las figuras más deslumbrantes son las que tienen que ver con esta pertenencia geológica, glacial y tropical, a la vez, del cuerpo del patriarca, de sus metabolismos insondables, pertenencia del cuerpo persistente a los ciclos de los cataclismos. El cuerpo del patriarca forma parte del apocalipsis, es el anuncio crepuscular y senil del fin.

 

¿Cómo interpretar la trama de la novela a partir de esta composición proliferante y voluptuosa de configuraciones imaginarias? Intentaremos hacerlo proponiendo hipótesis de interpretación, hipótesis hermenéutica de una novela maravillosa. Antes de proponer estas hipótesis literarias -políticas vamos a incursionar en una selección de citas, usándolas como partes significativas del entramado narrativo.

 

 

 

Los ciclos de la narrativa

 

La descripción simbólica de la decadencia crepuscular y apocalíptica es por demás expresiva. El comienzo mismo de la novela abre el telón con un escenario de desmesurado deterioro:

 

Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza. Sólo entonces nos atrevimos a entrar sin embestir los carcomidos muros de piedra fortificada, como querían los más resueltos, ni desquiciar con yuntas de bueyes la entrada principal, como otros proponían, pues bastó con que alguien los empujara para que cedieran en sus goznes los portones blindados que en los tiempos heroicos de la casa habían resistido a las lombardas de William Dampier. Fue como penetrar en el ámbito de otra época, porque el aire era más tenue en los pozos de escombros de la vasta guarida del poder, y el silencio era más antiguo, y las cosas eran arduamente visibles en la luz decrépita. A lo largo del primer patio, cuyas baldosas habían cedido a la presión subterránea de la maleza, vimos el retén en desorden de la guardia fugitiva, las armas abandonadas en los armarios, el largo mesón de tablones bastos con los platos de sobras del almuerzo dominical interrumpido por el pánico, vimos el galpón en penumbra donde estuvieron las oficinas civiles, los hongos de colores y los lirios pálidos entre los memoriales sin resolver cuyo curso ordinario había sido más lento que las vidas más áridas, vimos en el centro del patio la alberca bautismal donde fueron cristianizadas con sacramentos marciales más de cinco generaciones, vimos en el fondo la antigua caballeriza de los virreyes transformada en cochera, y vimos entre las camelias y las mariposas la berlina de los tiempos del ruido, el furgón de la peste, la carroza del año del cometa, el coche fúnebre del progreso dentro del orden, la limusina sonámbula del primer siglo de paz, todos en buen estado bajo la telaraña polvorienta y todos pintados con los colores de la bandera. En el patio siguiente, detrás de una verja de hierro, estaban los rosales nevados de polvo lunar a cuya sombra dormían los leprosos en los tiempos grandes de la casa, y habían proliferado tanto en el abandono que apenas si quedaba un resquicio sin olor en aquel aire de rosas revuelto con la pestilencia que nos llegaba del fondo del jardín y el tufo de gallinero y la hedentina de boñigas y fermentos de orines de vacas y soldados de la basílica colonial convertida en establo de ordeño. Abriéndonos paso a través del matorral asfixiante vimos la galería de arcadas con tiestos de claveles y frondas de astromelias y trinitarias donde estuvieron las barracas de las concubinas, y por la variedad de los residuos domésticos y la cantidad de las máquinas de coser nos pareció posible que allí hubieran vivido más de mil mujeres con sus recuas de sietemesinos, vimos el desorden de guerra de las cocinas, la ropa podrida al sol en las albercas de lavar, la sentina abierta del cagadero común de concubinas y soldados, y vimos en el fondo los sauces babilónicos que habían sido transportados vivos desde el Asia Menor en gigantescos invernaderos de mar, con su propio suelo, su savia y su llovizna, y al fondo de los sauces vimos la casa civil, inmensa y triste, por cuyas celosías desportilladas seguían metiéndose los gallinazos. No tuvimos que forzar la entrada, como habíamos pensado, pues la puerta central pareció abrirse al solo impulso de la voz, de modo que subimos a la planta principal por una escalera de piedra viva cuyas alfombras de ópera habían sido trituradas por las pezuñas de las vacas, y desde el primer vestíbulo hasta los dormitorios privados vimos las oficinas y las salas oficiales en ruinas por donde andaban las vacas impávidas comiéndose las cortinas de terciopelo y mordisqueando el raso de los sillones, vimos cuadros heroicos de santos y militares tirados por el suelo entre muebles rotos y plastas recientes de boñiga de vaca, vimos un comedor comido por las vacas, la sala de música profanada por estropicios de vacas, las mesitas de dominó destruidas y las praderas de las mesas de billar esquilmadas por las vacas, vimos abandonada en un rincón la máquina del viento, la que falsificaba cualquier fenómeno de los cuatro cuadrantes de la rosa náutica para que la gente de la casa soportara la nostalgia del mar que se fue, vimos jaulas de pájaros colgadas por todas partes y todavía cubiertas con los trapos de dormir de alguna noche de la semana anterior, y vimos por las ventanas numerosas el extenso animal dormido de la ciudad todavía inocente del lunes histórico que empezaba a vivir, y más allá de la ciudad, hasta el horizonte, vimos los cráteres muertos de ásperas cenizas de luna de la llanura sin término donde había estado el mar[2].

 

Paul Ricoeur dice que se puede leer un libro de historia como si fuese una novela, también podemos decir que se puede leer una novela como si fuese un libro de historia[3]. Lo que permite hacer esto es la ficción, es decir, la imaginación. Ciertamente cuando el historiador construye una descripción del pasado, cuando efectúa una explicación, convierte a los sujetos y a los referentes en personajes y escenarios, hilándolos en un tejido minucioso, conformando una trama. Pero, ¿qué pasa al revés, cuando leemos una novela e imaginamos encontrar las metáforas de la historia? Se puede decir que es también la ficción, la imaginación, lo que hace posible este juego de interpretaciones; es la analogía la que permite este juego de transferencias. Sin embargo, en este caso, la alusión a sujetos, a referentes, a hechos, no se transforma en personajes, escenarios, en dramas, sino que, al revés, son los personajes, los escenarios, los dramas, de la novela, que los hace parecer a sujetos, escenarios y hechos. Por cierto, cuando se efectúa esta transformación no se pretende encontrar en la narrativa de la novela secuencias, entramados, de eventos y sucesos realmente acaecidos, sino encontrar sentidos, significados esclarecedores, en las metáforas y tropos, en los tejidos de la novela. Sentidos inmanentes que ayuden a mejorar la interpretación histórica.

Entonces, con la lectura literario-política de El otoño del patriarca no se buscan sujetos, referentes, hechos históricos, sino el sentido inmanente de los mismos, que puede encontrarse mejor interpretado y expresado en la novela que en el libro de historia. Lo mismo podemos decir cuando se trata de mejorar la insuficiencia de  los libros de ciencia política y de ciencias sociales. En este sentido, la novela está más cerca de la filosofía, por así decirlo, que de las descripciones históricas y las explicaciones de las ciencias sociales.  En lo que corresponde a nuestra lectura, buscamos en El otoño del patriarca la interpretación del sentido inmanente de las experiencias sociales en relación al poder. Al considerar al patriarca senil como metáfora del poder – de acuerdo a nuestra interpretación y sugerencia – encontramos en el entramado metafórico, en el tejido de los tropos de la novela, una mejor interpretación y reflexión, aunque estética, de las paradojas del poder.

El cuadro de abandono y deterioro, que causa una profunda nostalgia, ante la evidencia de los escombros dispersos, el desorden descomunal, la victoria de la naturaleza, es ilustrativo y pedagógico cuando nos muestra el desenlace de los dramas del poder como si fuesen parte de una teleología fatal. El contraste es ejemplar, de pronto el más poderoso de los hombres es encontrado tirado en el piso, carcomido, expuesto a la desaparición, inmensamente vulnerable, comprobadamente mortal como cualquier otro. El poder o, si se quiere, su momento de gloria, escondía en las entrañas de los sucesos deslumbrantes este derrumbe implícito. El contraste inherente del poder no es ni siquiera el contra-poder, sino la impotencia absoluta.  Es ese hombre impotente el que fungía de poder absoluto;  esta es la paradoja primera del poder.

   

En el segundo capítulo de la novela la configuración es parecida. Se narra el segundo encuentro con el cadáver del déspota, que, en realidad es el cadáver de su doble:

 

La segunda vez que lo encontraron carcomido por los gallinazos en la misma oficina, con la misma ropa y en la misma posición, ninguno de nosotros era bastante viejo para recordar lo que ocurrió la primera vez, pero sabíamos que ninguna evidencia de su muerte era terminante, pues siempre había otra verdad detrás de la verdad. Ni siquiera los menos prudentes nos conformábamos con las apariencias, porque muchas veces se había dado por hecho que estaba postrado de alferecía y se derrumbaba del trono en el curso de las audiencias torcido de convulsiones y echando espuma de hiel por la boca, que había perdido el habla de tanto hablar y tenía ventrílocuos traspuestos detrás de las cortinas para fingir que hablaba, que le estaban saliendo escamas de sábalo por todo el cuerpo como castigo por su perversión, que en la fresca de diciembre la potra le cantaba canciones de navegantes y sólo podía caminar con ayuda de una carretilla ortopédica en la que llevaba puesto el testículo herniado, que un furgón militar había metido a medianoche por las puertas de servicio un ataúd con equinas de oro y vueltas de púrpura, y que alguien había visto a Leticia Nazareno desangrándose de llanto en el jardín de la lluvia, pero cuanto más ciertos parecían los rumores de su muerte más vivo y autoritario se le veía aparecer en la ocasión menos pensada para imponerle otros rumbos imprevisibles a nuestro destino. Habría sido muy fácil dejarse convencer por los indicios inmediatos del anillo del sello presidencial o el tamaño sobrenatural de sus pies de caminante implacable o la rara evidencia del testículo herniado que los gallinazos no se atrevieron a picar, pero siempre hubo alguien que tuviera recuerdos de otros indicios iguales en otros muertos menos graves del pasado. Tampoco el escrutinio meticuloso de la casa aportó ningún elemento válido para establecer su identidad. En el dormitorio de Bendición Alvarado, de quien apenas recordábamos la fábula de su canonización por decreto, encontramos algunas jaulas desportilladas con huesesitos de pájaros convertidos en piedra por los años, vimos un sillón de mimbre mordisqueado por las vacas, vimos estuches de pinturas de agua y vasos de pinceles de los que usaban las pajareras de los páramos para vender en las ferias a otros pájaros descoloridos haciéndolos pasar por oropéndolas, vimos una tinaja con una mata de toronjil que había seguido creciendo en el olvido cuyas ramas se trepaban por las paredes y se asomaban por los ojos de los retratos y se salieron por la ventana y habían terminado por embrollarse con la fronda montuna de los patios posteriores, pero no hallamos ni la rastra menos significativa de que él hubiera estado nunca en ese cuarto. En el dormitorio nupcial de Leticia Nazareno, de quien teníamos una imagen más nítida no sólo porque había reinado en una época más reciente sino también por el estruendo de sus actos públicos, vimos una cama buena para desafueros de amor con el toldo de punto convertido en un nidal de gallinas, vimos en los arcones las sobras de las polillas de los cuellos de zorros azules, las armazones de alambres de los miriñaques, el polvo glacial de los pollerines, los corpiños de encajes de Bruselas, los botines de hombre que usaban dentro de la casa y las zapatillas de raso con tacón alto y trabilla que usaba para recibir, los balandranes talares con violetas de fieltro y cintas de tafetán de sus esplendores funerarios de primera dama y el hábito de novicia de un lienzo basto como el cuero de un carnero del color de la ceniza con que la trajeron secuestrada de Jamaica dentro de un cajón de cristalería de fiesta para sentarla en su poltrona de presidenta escondida, pero tampoco en aquel cuarto hallamos ningún vestigio que permitiera establecer al menos si aquel secuestro de corsarios había sido inspirado por el amor. En el dormitorio presidencial, que era el sitio de la casa donde él pasó la mayor parte de sus últimos años, sólo encontramos una cama de cuartel sin usar, una letrina portátil de las que sacaban los anticuarios de las mansiones abandonadas por los infantes de marina, un cofre de hierro con sus noventa y dos condecoraciones y un vestido de lienzo crudo sin insignias igual al que tenía el cadáver, perforado por seis proyectiles de grueso calibre que habían hecho estragos de incendio al entrar por la espalda y salir por el pecho, lo cual nos hizo pensar que era cierta la leyenda corriente de que el plomo disparado a traición lo atravesaba sin lastimarlo, que el disparado de frente rebotaba en su cuerpo y se volvía contra el agresor, y que sólo era vulnerable a las balas de piedad disparadas por alguien que lo quisiera tanto como para morirse por él. Ambos uniformes eran demasiado pequeños para el cadáver, pero no por eso descartamos la posibilidad de que fueran suyos, pues también se dijo en un tiempo que él había seguido creciendo hasta los cien años y que a los ciento cincuenta había tenido una tercera dentición, aunque en verdad el cuerpo roto por los gallinazos no era más grande que un hombre medio de nuestro tiempo y tenía unos dientes sanos, pequeños y romos que parecían dientes de leche, y tenía un pellejo color de hiel punteado de lunares de decrepitud sin una sola cicatriz y con bolsas vacías por todas partes como si hubiera sido muy gordo en otra época, le quedaban apenas las cuencas desocupadas de los ojos que habían sido taciturnos, y lo único que no parecía de acuerdo con sus proporciones, salvo el testículo herniado, eran los pies enormes, cuadrados y planos con uñas rocallosas y torcidas de gavilán. Al contrario de la ropa, las descripciones de sus historiadores le quedaban grandes, pues los textos oficiales de los parvularios lo referían como un patriarca de tamaño descomunal que nunca salía de su casa porque no cabía por las puertas, que amaba a los niños y a las golondrinas, que conocía el lenguaje de algunos animales, que tenía la virtud de anticiparse a los designios de la naturaleza, que adivinaba el pensamiento con sólo mirar a los ojos y conocía el secreto de una sal de virtud para sanar las lacras de los leprosos y hacer caminar a los paralíticos. Aunque todo rastro de su origen había desaparecido de los textos, se pensaba que era un hombre de los páramos por su apetito desmesurado de poder, por la naturaleza de su gobierno, por su conducta lúgubre, por la inconcebible maldad del corazón con que le vendió el mar a un poder extranjero y nos condenó a vivir frente a esta llanura sin horizonte de áspero polvo lunar cuyos crepúsculos sin fundamento nos dolían en el alma[4].

 

La relación con el poder es imaginaria, fuera de la relación práctica y efectiva de la mecánica de las fuerzas. No se lo busca tanto en los datos empíricos sino en la huella psíquica, en la impresión que deja su violencia o desmesura. Por eso se hace difícil encontrar el momento de su nacimiento, así como se borran sus registros, se confunden sus datos. Lo que importa es la memoria que tienen del poder los pueblos. Al final lo que toman en cuenta los pueblos es el terror que irradia o el deseo de venganza que desata. Lo que llama la atención es que cuando el poder absoluto cae, por fin, amigos y enemigos, colaboradores y conspiradores, cómplices y contrincantes, se unen, despedazan como buitres el cadáver, además de repartirse en fragmentos el imperio heredado.

La fuerza de la metáfora está ahí, la analogía encuentra en las formas  parecidas la emergencia del sentido que las explica; por contraste y yuxtaposición de formas, por acumulación de las mismas, por presión y quizás por morfismos imperceptibles, el sentido de ese parentesco de formas emerge y da cuenta de la proliferación de singularidades que acaecen. El crepúsculo del patriarca, como metáfora de la clausura del poder, expresa de una manera intensa y desoladora el ciclo del poder, como no podría haberlo hecho el análisis político.

  

En el tercer capítulo la narrativa reitera el comienzo crepuscular, la contundente evidencia de la vulnerabilidad del poder, cadáver carcomido por los gallinazos. Aunque el muerto corresponda al doble, el patriarca ve su fin como una anticipación premonitoria.

  

Así lo encontraron en las vísperas de su otoño, cuando el cadáver era en realidad el de Patricio Aragonés, y así volvimos a encontrarlo muchos años más tarde en una época de tantas incertidumbres que nadie podía rendirse a la evidencia de que fuera suyo aquel cuerpo senil carcomido de gallinazos y plagado de parásitos de fondo de mar. En la mano amorcillada por la putrefacción no quedaba entonces ningún indicio de que hubiera estado alguna vez en el pecho por los desaires de una doncella improbable de los tiempos del ruido, ni habíamos encontrado rastro alguno de su vida que pudiera conducirnos al establecimiento inequívoco de su identidad. No nos parecía insólito, por supuesto, que esto ocurriera en nuestros años, si aun en los suyos de mayor gloria había motivos para dudar de su existencia, y si sus propios sicarios carecían de una noción exacta de su edad, pues hubo épocas de confusión en que parecía tener ochenta años en las tómbolas de beneficencia, sesenta en las audiencias civiles y hasta menos de cuarenta en las celebraciones de las fiestas públicas. El embajador Palmerston, uno de los últimos diplomáticos que le presentó las cartas credenciales, contaba en sus memorias prohibidas que era imposible concebir una vejez tan avanzada como la suya ni un estado de desorden y abandono como el de aquella casa de gobierno en que tuvo que abrirse paso por entre un muladar de papeles rotos y cagadas de animales y restos de comidas de perros dormidos en los corredores, nadie me dio razón de nada en alcabalas y oficinas y tuve que valerme de los leprosos y los paralíticos que ya habían invadido las primeras habitaciones privadas y me indicaron el camino de la sala de audiencias donde las gallinas picoteaban los trigales ilusorios de los gobelinos y una vaca desgarraba para comérselo el lienzo del retrato de un arzobispo, y me di cuenta de inmediato que él estaba más sordo que un trompo no sólo porque le preguntaba de una cosa y me contestaba sobre otra sino también porque se dolía de que los pájaros no cantaran cuando en realidad costaba trabajo respirar con aquel alboroto de pájaros que era como atravesar un monte al amanecer, y él interrumpió de pronto la ceremonia de las cartas credenciales con la mirada lúcida y la mano en pantalla detrás de la oreja señalando por la ventana la llanura de polvo donde estuvo el mar y diciendo con una voz de despertar dormidos que escuche ese tropel de mulos que viene por allá, escuche mi querido Stetson, es el mar que vuelve. Era difícil admitir que aquel anciano irreparable fuera el mismo hombre mesiánico que en los orígenes de su régimen aparecía en los pueblos a la hora menos pensada sin más escolta que un guajiro descalzo con un machete de zafra y un reducido séquito de diputados y senadores que él mismo designaba con el dedo según los impulsos de su digestión, se informaba sobre el rendimiento de las cosechas y el estado de salud de los animales y la conducta de la gente, se sentaba en un mecedor de bejuco a la sombra de los palos de mango de la plaza abanicándose con el sombrero de capataz que entonces usaba, y aunque parecía adormilado por el calor no dejaba sin esclarecer un solo detalle de cuanto conversaba con los hombres y mujeres que había convocado en torno suyo llamándolos por sus nombres y apellidos como si tuviera dentro de la cabeza un registro escrito de los habitantes y las cifras y los problemas de toda la nación, de modo que me llamó sin abrir los ojos, ven acá Jacinta Morales, me dijo, cuéntame qué fue del muchacho a quien él mismo había barbeado el año anterior para que se tomara un frasco de aceite de ricino, y tú, Juan Prieto, me dijo, cómo está tu toro de siembra que él mismo había tratado con oraciones de peste para que se le cayeran los gusanos de las orejas, y tú Matilde Peralta, a ver qué me das por devolverte entero al prófugo de tu marido, ahí lo tienes, arrastrado por el pescuezo con una cabuya y advertido por él en persona de que se iba a pudrir en el cepo chino la próxima vez que tratara de abandonar a la esposa legítima, y con el mismo sentido del gobierno inmediato había ordenado a un matarife que le cortara las manos en espectáculo público a un tesorero pródigo, y arrancaba los tomates de un huerto privado y se los comía con ínfulas de buen conocedor en presencia de sus agrónomos diciendo que a esta tierra le falta mucho cagajón de burro macho, que se lo echen por cuenta del gobierno, ordenaba, e interrumpió el paseo cívico y me gritó por la ventana muerto de risa ajá Lorenza López cómo va esa máquina de coser que él me había regalado veinte años antes, y yo le contesté que ya rindió su alma a Dios, general, imagínese, las cosas y la gente no estamos hechas para durar toda la vida, pero él replicó que al contrario, que el mundo es eterno, y entonces se puso a desarmar la máquina con un destornillador y una alcuza indiferente a la comitiva oficial que lo esperaba en medio de la calle, a veces se le notaba la desesperación en los resuellos de toro y se embadurnó hasta la cara de aceite de motor, pero al cabo de casi tres horas la máquina volvió a coser como nueva, pues en aquel entonces no había una contrariedad de la vida cotidiana por insignificante que fuera que no tuviera para él tanta importancia como el más grave de los asuntos de estado y creía de buen corazón que era posible repartir la felicidad y sobornar a la muerte con artimañas de soldado[5].

 

Los caudillos se vinculan con su gente de una manera personal, los nombran, hablan con cada uno, conforman clientelas. Se trata de la relación ampliada del padre con los hijos. Es, a la vez, una relación de dependencia. El pueblo está bajo la tutela del caudillo. Con el caudillo no puede haber sino dos actitudes, o se lo ama como aman los hijos al padre, o se lo odia como odian los hijos a un padre que los abandonó.

 

La imagen del poder encarnado en el viejo cuerpo del patriarca se repite en el cuarto capítulo de El otoño del patriarca. Esta imagen recurrente, sin embargo, no es la misma, pues asistimos cada vez a un deterioro mayor. El cuerpo del déspota se encuentra desposeído, poco a poco, de sus facultades.

 

Había sorteado tantos escollos de desórdenes telúricos, tantos eclipses aciagos, tantas bolas de candela en el cielo, que parecía imposible que alguien de nuestro tiempo confiara todavía en pronósticos de barajas referidos a su destino. Sin embargo, mientras se adelantaban los trámites para componer y embalsamar el cuerpo, hasta los menos cándidos esperábamos sin confesarlo el cumplimiento de predicciones antiguas, como que el día de su muerte el lodo de los cenégales había de regresar por sus afluentes hasta las cabeceras, que había de llover sangre, que las gallinas pondrían huevos pentagonales, y que el silencio y las tinieblas se volverían a establecer en el universo porque aquél había de ser el término de la creación. Era imposible no creerlo, si los pocos periódicos que aún se publicaban seguían consagrados a proclamar su eternidad y a falsificar su esplendor con materiales de archivo, nos lo mostraban a diario en el tiempo estático de la primera plana con el uniforme tenaz de cinco soles tristes de sus tiempos de gloria, con más autoridad y diligencia y mejor salud que nunca a pesar de que hacía muchos años que habíamos perdido la cuenta de sus años, volvía a inaugurar en los retratos de siempre los monumentos conocidos o instalaciones de servicio público que nadie conocía en la vida real, presidía actos solemnes que se decían de ayer y que en realidad se habían celebrado en el siglo anterior, aunque sabíamos que no era cierto, que nadie lo había visto en público desde la muerte atroz de Leticia Nazareno cuando se quedó solo en aquella casa de nadie mientras los asuntos del gobierno cotidiano seguían andando solos y sólo por la inercia de su poder inmenso de tantos años, se encerró hasta la muerte en el palacio destartalado desde cuyas ventanas más altas contemplábamos  con el corazón oprimido el mismo anochecer lúgubre que él debió ver tantas veces desde su trono de ilusiones, veíamos la luz intermitente del faro que inundaba de sus aguas verdes y lánguidas los salones en ruinas, veíamos las lámparas de pobres dentro del cascarón de los que fueron antes los arrecifes de vidrios solares de los ministerios que habían sido invadidos por hordas de pobres cuando las barracas de colores de las colinas del puerto fueron desbaratadas por otro de nuestros tantos ciclones, veíamos abajo la ciudad dispersa y humeante, el horizonte instantáneo de relámpagos pálidos del cráter de ceniza del mar vendido, la primera noche sin él, su vasto imperio lacustre de anémonas de paludismo, sus pueblos de calor en los deltas de los afluentes de lodo, las ávidas cercas de alambre de púa de sus provincias privadas donde proliferaba sin cuento ni medida una especie nueva de vacas magníficas que nacían con la marca hereditaria del hierro presidencial. No sólo habíamos terminado por creer de veras que él estaba concebido para sobrevivir al tercer cometa, sino que esa convicción nos había infundido una seguridad y un sosiego que creíamos disimular con toda clase de chistes sobre la vejez, le atribuíamos a él las virtudes seniles de las tortugas y los hábitos de los elefantes, contábamos en las cantinas que alguien había anunciado al consejo de gobierno que él había muerto y que todos los ministros se miraron asustados y se preguntaron asustados que ahora quién se lo va a decir a él, ja, ja, ja, cuando la verdad era que a él no le hubiera importado saberlo ni hubiera estado muy seguro él mismo de si aquel chiste callejero era cierto o falso, pues entonces nadie sabía sino él que sólo le quedaban en las troneras de la memoria unas cuantas piltrafas sueltas de los vestigios del pasado, estaba solo en el mundo, sordo como un espejo, arrastrando sus densas patas decrépitas por oficinas sombrías donde alguien de levita y cuello de almidón le había hecho una seña enigmática con un pañuelo blanco, adiós, le dijo él, el equívoco se convirtió en ley, los oficinistas de la casa presidencial tenían que ponerse de pie con un pañuelo blanco cuando él pasaba, los centinelas en los corredores, los leprosos en los rosales lo despedían al pasar con un pañuelo blanco, adiós mi general, adiós, pero él no oía, no oía nada desde los lutos crepusculares de Leticia Nazareno cuando pensaba que a los pájaros de sus jaulas se les estaba gastando la voz de tanto cantar y les daba de comer de su propia miel de abejas para que cantaran más alto, les echaba gotas de cantorina en el pico con un gotero, les cantaba canciones de otra época, fúlgida luna del mes de enero, cantaba, pues no se daba cuenta de que no eran los pájaros que estuvieran perdiendo la fuerza de la voz sino que era él que oía cada vez menos, y una noche el zumbido de los tímpanos se rompió en pedazos, se acabó, se quedó convertido en un aire de argamasa por donde pasaban apenas los lamentos de adioses de los buques ilusorios de las tinieblas del poder, pasaban vientos imaginarios, bullarangas de pájaros interiores que acabaron por consolarlo del abismo del silencio de los pájaros de la realidad[6].

 

Es ciertamente paradójico aquello de la soledad del poder, experiencia testimoniada en la propia historia de los jerarcas. Parece un castigo, el hombre más adulado, más idolatrado, incluso más conocido por todos los habitantes del país, es, a la vez, el hombre más solitario. Nada puede consolar esta desolación, ni las majestuosas ceremonias, ni las apabullantes publicidades y propagandas. El hombre más poderoso está condenado a la soledad inconsolable.

 

En el quinto capítulo el comienzo es el mismo, el encuentro con el cadáver del poder; sin embargo, como en los capítulos anteriores, esta repetición es siempre diferente, como si fueran cuadros temáticos, que repiten la pintura desde distintas perspectivas, descubriendo no solo otras visiones sino también nuevos juegos de luz y sombras, claros y oscuros. Era, al mismo tiempo, el mismo cadáver postrado; empero, siempre distinto en sus diferencias imperceptibles. 

  

Poco antes del anochecer, cuando acabamos de sacar los cascarones podridos de las vacas y pusimos un poco de arreglo en aquel desorden de fábula, aún no habíamos conseguido que el cadáver se pareciera a la imagen de su leyenda. Lo habíamos raspado con fierros de desescamar pescados para quitarle la rémora de fondos de mar, lo lavamos con creolina y sal de piedra para resanarle las lacras de la putrefacción, le empolvamos la cara con almidón para esconder los remiendos de cañamazo y los pozos de parafina con que tuvimos que restaurarle la cara picoteada de pájaros de muladar, le devolvimos el color de la vida con parches de colorete y carmín de mujer en los labios, pero ni siquiera los ojos de vidrio incrustados en las cuencas vacías lograron imponerle el semblante de autoridad que le hacía falta para exponerlo a la contemplación de las muchedumbres. Mientras tanto, en el salón del consejo de gobierno invocábamos la unión de todos contra el despotismo de siglos para repartirse por partes iguales el botín de su poder, pues todos habían vuelto al conjuro de la noticia sigilosa pero incontenible de su muerte, habían vuelto los liberales y los conservadores reconciliados al rescoldo de tantos años de ambiciones postergadas, los generales del mando supremo que habían perdido el oriente de la autoridad, los tres últimos ministros civiles, el arzobispo primado, todos los que él no hubiera querido que estuvieran estaban sentados en torno de la larga mesa de nogal tratando de ponerse de acuerdo sobre la forma en que se debía divulgar la noticia de aquella muerte enorme para impedir la explosión prematura de las muchedumbres en la calle, primero un boletín número uno al filo de la prima noche sobre un ligero percance de salud que había obligado a cancelar los compromisos públicos y las audiencias civiles y militares de su excelencia, luego un segundo boletín médico en el que se anunciaba que el ilustre enfermo se había visto obligado a permanecer en sus habitaciones privadas a consecuencia de una indisposición propia de su edad, y por último, sin ningún anuncio, los dobles rotundos de las campanas de la catedral al amanecer radiante del cálido martes de agosto de una muerte oficial que nadie había de saber nunca a ciencia cierta si en realidad era la suya. Nos encontrábamos inermes ante esa evidencia, comprometidos con un cuerpo pestilente que no éramos capaces de sustituir en el mundo porque él se había negado en sus instancias seniles a tomar ninguna determinación sobre el destino de la patria después de él, había resistido con una invencible terquedad de viejo a cuantas sugerencias se le hicieron desde que el gobierno se trasladó a los edificios de vidrios solares de los ministerios y él quedó viviendo solo en la casa desierta de su poder absoluto, lo encontrábamos caminando en sueños, braceando entre los destrozos de las vacas sin nadie a quien mandar como no fueran los ciegos, los leprosos y los paralíticos que no se estaban muriendo de enfermos sino de antiguos en la maleza de los rosales, y sin embargo era tan lúcido y terco que no habíamos conseguido de él nada más que evasivas y aplazamientos cada vez que le planteábamos la urgencia de ordenar su herencia, pues decía que pensar en el mundo después de uno mismo era algo tan cenizo como la propia muerte, qué carajo, si al fin y al cabo cuando yo me muera volverán los políticos a repartirse esta vaina como en los tiempos de los godos, ya lo verán, decía, se volverán a repartir todo entre los curas, los gringos y los ricos, y nada para los pobres, por supuesto, porque ésos estarán siempre tan jodidos que el día en que la mierda tenga algún valor los pobres nacerán sin culo, ya lo verán, decía, citando a alguien de sus tiempos de gloria, burlándose inclusive de sí mismo cuando nos dijo ahogándose de risa que por tres días que iba a estar muerto no valía la pena llevarlo hasta Jerusalén para enterrarlo en el Santo Sepulcro, y poniéndole término a todo desacuerdo con el argumento final de que no importaba que una cosa de entonces no fuera verdad, qué carajo, ya lo será con el tiempo. Tuvo razón, pues en nuestra época no había nadie que pusiera en duda la legitimidad de su historia, ni nadie que hubiera podido demostrarla ni desmentirla si ni siquiera éramos capaces de establecer la identidad de su cuerpo, no había otra patria que la hecha por él a su imagen y semejanza con el espacio cambiado y el tiempo corregido por los designios de su voluntad absoluta, reconstituida por él desde los orígenes más inciertos de su memoria mientras vagaba sin rumbo por la casa de infamias en la que nunca durmió una persona feliz, mientras les echaba granos de maíz a las gallinas que picoteaban en torno de su hamaca y exasperaba a la servidumbre con las órdenes encontradas de que me traigan una limonada con hielo picado que abandonaba intacta al alcance de la mano, que quitaran esa silla de ahí y la pusieran allá y la volvieran a poner otra vez en su puesto para satisfacer de esa forma minúscula los rescoldos tibios de su inmenso vicio de mandar, distrayendo los ocios cotidianos de su poder con el rastreo paciente de los instantes efímeros de su infancia remota mientras cabeceaba de sueño bajo la ceiba del patio, despertaba de golpe cuando lograba atrapar un recuerdo como una pieza del rompecabezas sin límites de la patria antes de él, la patria grande, quimérica, sin orillas, un reino de manglares con balsas lentas y precipicios anteriores a él cuando los hombres eran tan bravos que cazaban caimanes con las manos atravesándoles una estaca en la boca, así, nos explicaba con el índice en el paladar, nos contaba que un viernes santo había sentido el estropicio del viento y el olor de caspa del viento y vio los nubarrones de langostas que enturbiaron el cielo del mediodía e iban tijereteando cuanto encontraban a su paso y dejaron el mundo trasquilado y la luz en piltrafas como en las vísperas de la creación, pues él había vivido aquel desastre, había visto una hilera de gallos sin cabeza colgados por las patas desangrándose gota a gota en el alero de una casa de vereda grande y destartalada donde acababa de morir una mujer, había ido de la mano de su madre, descalzo, detrás del cadáver harapiento que llevaron a enterrar sin cajón sobre una parihuela de carga azotada por la ventisca de la langosta, pues así era la patria de entonces, no teníamos ni cajones de muerto, nada, él había visto un hombre que trató de ahorcarse con una cuerda ya usada por otro ahorcado en el árbol de una plaza de pueblo y la cuerda podrida se reventó antes de tiempo y el pobre hombre se quedó agonizando en la plaza para horror de las señoras que salieron de misa, pero no murió, lo reanimaron a palos sin molestarse en averiguar quién era pues en aquella época nadie sabía quién era quién si no lo conocían en la iglesia, lo metieron por los tobillos entre los dos tablones de cepo chino y lo dejaron expuesto a sol y sereno junto con otros compañeros de penas pues así eran aquellos tiempos de godos en que Dios mandaba más que el gobierno, los malos tiempos de la patria antes de que él diera la orden de cortar los árboles de las plazas de los pueblos para impedir el terrible espectáculo de los ahorcados dominicales, había prohibido el cepo público, los entierros sin cajón, todo cuanto pudiera despertar en la memoria las leyes de ignominia anteriores a su poder, había construido el tren de los páramos para acabar con la infamia de las mulas aterrorizadas en las cornisas de los precipicios llevando a cuestas los pianos de cola para los bailes de máscaras de las haciendas de café, pues él había visto también el desastre de los treinta pianos de cola destrozados en un abismo y de los cuales se había hablado y escrito tanto hasta en el exterior aunque sólo él podía dar un testimonio verídico, se había asomado a la ventana por casualidad en el instante preciso en que resbaló la última mula y arrastró a las demás al abismo, de modo que nadie más que él había oído el aullido de terror de la recua desbarrancada y el acorde sin término de los pianos que cayeron con ella sonando solos en el vacío, precipitándose hacia el fondo de una patria que entonces era como todo antes de él, vasta e incierta, hasta el extremo de que era imposible saber si era de noche o de día en aquella especie de crepúsculo eterno de la neblina de vapor cálido de las cañadas profundas donde se despedazaron los pianos importados de Austria, él había visto eso y muchas otras cosas de aquel mundo remoto aun que ni él mismo hubiera podido precisar sin lugar a dudas si de veras eran recuerdos propios o si los había oído contar en las malas noches de calenturas de las guerras o si acaso no los había visto en los grabados de los libros de viajes ante cuyas láminas permaneció en éxtasis durante las muchas horas vacías de las calmas chichas del poder, pero nada de eso importaba, qué carajo, ya verán que con el tiempo será verdad, decía, consciente de que su infancia real no era ese légamo de evocaciones inciertas que sólo recordaba cuando empezaba el humo de las bostas y lo olvidaba para siempre sino que en realidad la había vivido en el remanso de mi única y legítima esposa Leticia Nazareno que lo sentaba todas las tardes de dos a cuatro en un taburete escolar bajo la pérgola de trinitarias para enseñarle a leer y escribir, ella había puesto su tenacidad de novicia en esa empresa heroica y él correspondió con su terrible paciencia de viejo, con la terrible voluntad de su poder sin límites, con todo mi corazón, de modo que cantaba con toda el alma el tilo en la tuna el lilo en la tina el bonete nítido, cantaba sin oírse ni que nadie lo oyera entre la bulla de los pájaros alborotados de la madre muerta que el indio envasa la untura en la lata, papá coloca el tabaco en la pipa, Cecilia vende cera cerveza cebada cebolla cerezas cecina y tocino, Cecilia vende todo, reía, repitiendo en el fragor de las chicharras la lección de leer que Leticia Nazareno cantaba al compás de su metrónomo de novicia, hasta que el ámbito del mundo quedó saturado de las criaturas de tu voz y no hubo en su vasto reino de pesadumbre otra verdad que las verdades ejemplares de la cartilla, no hubo nada más que la luna en la nube, la bola y el banano, el buey de don Eloy, la bonita bata de Otilia, las lecciones de leer que él repetía a toda hora y en todas partes como sus retratos aun en presencia del ministro del tesoro de Holanda que perdió el rumbo de una visita oficial cuando el anciano sombrío levantó la mano con el guante de raso en las tinieblas de su poder insondable e interrumpió la audiencia para invitarlo a cantar conmigo mi mamá me ama, Ismael estuvo seis días en la isla, la dama come tomate, imitando con el índice el compás del metrónomo y repitiendo de memoria la lección del martes con una dicción perfecta pero con tan mal sentido de la oportunidad que la entrevista terminó como él lo había querido con el aplazamiento de los pagarés holandeses para una ocasión más propicia, para cuando hubiera tiempo, decidió, ante el asombro de los leprosos, los ciegos, los paralíticos que se alzaron al amanecer entre las breñas nevadas de los rosales y vieron al anciano de tinieblas que impartió una bendición silenciosa y cantó tres veces con acordes de misa mayor yo soy el rey y amo la ley, cantó, el adivino se dedica a la bebida, cantó, el faro es una torre muy alta con un foco luminoso que dirige en la noche al que navega, cantó, consciente de que en las sombras de su felicidad senil no había más tiempo que el de Leticia Nazareno de mi vida en el caldo de camarones de los retozos sofocantes de la siesta, no había más ansias que las de estar desnudo contigo en la estera empapada en sudor bajo el murciélago cautivo del ventilador eléctrico, no había más luz que la de tus nalgas, Leticia, nada más que tus tetas totémicas, tus pies planos, tu ramita de ruda para un remedio, los eneros opresivos de la remota isla de Antigua donde viniste al mundo en una madrugada de soledad surcada por un viento ardiente de ciénagas podridas, se habían encerrado en el aposento de invitados de honor con la orden personal de que nadie se acerque a cinco metros de esa puerta que voy a estar muy ocupado aprendiendo a leer y a escribir, así que nadie lo interrumpió ni siquiera con la novedad mi general de que el vómito negro estaba haciendo estragos en la población rural mientras el compás de mi corazón se adelantaba al metrónomo por la fuerza invisible de tu olor de animal de monte, cantando que el enano baila en un solo pie, la mula va al molino, Otilia lava la tina, baca se escribe con be de burro, cantaba, mientras Leticia Nazareno le apartaba el testículo herniado para limpiarle los restos de la caca del último amor, lo sumergía en las aguas lústrales de la bañera de peltre con patas de león y lo jabonaba con jabón de reuter y lo despercudía con estropajos y lo enjuagaba con agua de frondas hervidas cantando a dos voces con jota se escribe jengibre jofaina y jinete, le embadurnaba las bisagras de las piernas con manteca de cacao para aliviarle las escaldaduras del braguero, le empolvaba con ácido bórico la estrella mustia del culo y le daba nalgadas de madre tierna por tu mal comportamiento con el ministro de Holanda, plas, plas, le pidió como penitencia que permitiera el regreso al país de las comunidades de pobres para que volvieran a hacerse cargo de orfanatos y hospitales y otras casas de caridad, pero él la envolvió en el aura lúgubre de su rencor implacable, ni de vainas, suspiró, no había un poder de este mundo ni del otro que lo hiciera contrariar una determinación tomada por él mismo de viva voz, ella le pidió en las asmas del amor de las dos de la tarde que me concedas una cosa, mi vida, sólo una, que regresaran las comunidades de los territorios de misiones que trabajaban al margen de las veleidades del poder, pero él le contestó en las ansias de sus resuellos de marido urgente que ni de vainas mi amor, primero muerto que humillado por esa cáfila de pollerones que ensillan indios en vez de mulas y reparten collares de vidrios de colores a cambio de narigueras y arracadas de oro, ni de vainas, protestó, insensible a las súplicas de Leticia Nazareno de mi desventura que se había cruzado de piernas para pedirle la restitución de los colegios confesionales incautados por el gobierno, la desamortización de los bienes de manos muertas, los trapiches de caña, los templos convertidos en cuarteles, pero él se volteó de cara a la pared dispuesto a renunciar al tormento insaciable de tus amores lentos y abismales antes que dar mi brazo a torcer en favor de esos bandoleros de Dios que durante siglos se han alimentado de los hígados de la patria, ni de vainas, decidió, y sin embargo volvieron mi general, regresaron al país por las rendijas más estrechas las comunidades de pobres de acuerdo con su orden confidencial de que desembarcaran sin ruido en ensenadas secretas, les pagaron indemnizaciones desmesuradas, se restituyeron con creces los bienes expropiados y fueron abolidas las leyes recientes del matrimonio civil, el divorcio vincular, la educación laica, todo cuanto él había dispuesto de viva voz en las rabias de la fiesta de burlas del proceso de santificación de su madre Bendición Alvarado a quien Dios tenga en su santo reino, qué carajo, pero Leticia Nazareno no se conformó con tanto sino que pidió más, le pidió que pongas la oreja en mi bajo vientre para que oigas cantar a la criatura que está creciendo dentro, pues ella había despertado en mitad de la noche sobresaltada por aquella voz profunda que describía el paraíso acuático de tus entrañas surcadas de atardeceres malva y vientos de alquitrán, aquella voz interior que le hablaba de los pólipos de tus riñones, el acero tierno de tus tripas, el ámbar tibio de tu orina dormida en sus manantiales, y él puso en su vientre el oído que le zumbaba menos y oyó el borboriteo secreto de la criatura viva de su pecado mortal, un hijo de nuestros vientres obscenos que ha de llamarse Emanuel, que es el nombre con que los otros dioses conocen a Dios, y ha de tener en la frente el lucero blanco de su origen egregio y ha de heredar el espíritu de sacrificio de la madre y la grandeza del padre y su mismo destino de conductor invisible, pero había de ser la vergüenza del cielo y el estigma de la patria por su naturaleza ilícita mientras él no se decidiera a consagrar en los altares lo que había envilecido en la cama durante tantos y tantos años de contubernio sacrílego, y entonces se abrió paso por entre las espumas del antiguo mosquitero de bodas con aquel resuello de caldera de barco que le salía del fondo de las terribles rabias reprimidas gritando ni de vainas, primero muerto que casado, arrastrando sus grandes patas de novio escondido por los salones de una casa ajena cuyo esplendor de otra época había sido restaurado después del largo tiempo de tinieblas del luto oficial, los podridos crespones de semana mayor habían sido arrancados de las cornisas, había luz de mar en los aposentos, flores en los balcones, músicas marciales, y todo eso en cumplimiento de una orden que él no había dado pero que fue una orden suya sin la menor duda mi general pues tenía la decisión tranquila de su voz y el estilo inapelable de su autoridad, y él aprobó, de acuerdo, y habían vuelto a abrirse los templos clausurados, y los claustros y cementerios habían sido devueltos a sus antiguas congregaciones por otra orden suya que tampoco había dado pero aprobó, de acuerdo, se habían restablecido las antiguas fiestas de guardar y los usos de la cuaresma y entraban por los balcones abiertos los himnos de júbilo de las muchedumbres que antes cantaban para exaltar su gloria y ahora cantaban arrodilladas bajo el sol ardiente para celebrar la buena nueva de que habían traído a Dios en un buque mi general, de veras, lo habían traído por orden tuya, Leticia, por una ley de alcoba como tantas otras que ella expedía en secreto sin consultarlo con nadie y que él aprobaba en público para que no pareciera ante los ojos de nadie que había perdido los oráculos de su autoridad pues tú eras la potencia oculta de aquellas procesiones sin término que él contemplaba asombrado desde las ventanas de su dormitorio hasta más allá de donde no llegaron las hordas fanáticas de su madre Bendición Alvarado cuya memoria había sido   exterminada   del   tiempo   de   los   hombres, habían esparcido en el viento las piltrafas del traje de novia y el almidón de sus huesos y habían vuelto a poner la lápida al revés en la cripta con las letras hacia dentro para que no perdurara ni la noticia de su nombre de pajarera en reposo pintora de oropéndolas hasta el fin de los tiempos, y todo eso por orden tuya, porque eras tú quien lo había ordenado para que ninguna otra memoria de mujer hiciera sombra a tu memoria, Leticia Nazareno de mi desgracia, hija de puta[7].            

     

Cada capítulo es una síntesis espesa de la novela, cada comienzo de capítulo es el mismo inicio de la narración, sólo que dado en otro tono, mejor dicho en una variación tonal, una variación narrativa, que enriquece el prodigioso imaginario de El otoño del patriarca.  En este caso, tenemos la remembranza de lo acontecido, ante los signos ignominiosos de la descomposición del cadáver. Esta vez se trata del dominio femenino de Leticia Nazareno sobre el implacable dictador. Monja exilada por el mismo déspota, empero, raptada cuando descubrió en su cuerpo desnudo, rechoncho, abultado, de cabellos cortados por tijeras para trozar plantas, el encanto voluptuoso que podía llenar el vacío dejado por la desaparición de la madre y la disipación fantasmal de la reina de los pobres. El poder es vencido por el dominio sutil de la ex-monja, que le enseñó los buenos modales, que le enseñó a leer y escribir, además de enseñarle el goce del amor placentero, diferido por caricias lentas y deleite postergado, hasta lograr la alegría agónica del desbarranco abismal amoroso. Leticia Nazareno logró lo que nadie de sus concubinas; reconocer al único sietemesino que engendró, obligándole a cazarse por la iglesia. Sietemesino, que por orden suya, aunque fuera mujer nacida, sería hombre, llamado Emanuel, como lo dispuso la madre, que era el otro nombre de Dios.

Es ejemplar esta reiteración cíclica del poder, que en cada ciclo es el mismo y diferente, variando en sus singularidades, en sus escenarios, en sus personajes, sobre todo cuando intervienen mujeres, que tienen más fuerza que el cometa, que anuncia la muerte del patriarca, en pleno sueño glacial, mientras duerma. Es impresionante esta intuición perceptual del novelista cuando descubre en el movimiento rutinario del poder, las variaciones imperceptibles, que terminan modificando los modos de dominio, las maneras de las displicencias, de las complicidades institucionales, de los formatos desenvueltos de las múltiples violencias desencadenadas. El poder termina siendo esa rutina cíclica y estructural, demoledora, pero también seductora, donde no importa quién esté simbólicamente encarnado este despojamiento de las voluntades, representando descaradamente al pueblo y a la nación, sino, lo que importa es que se repita como si fuera ley natural el recorrido indetenible de las corrosiones innumerables y los deterioros irremediables de las formas de poder, de las múltiples maneras de las dominaciones. Diríamos que la crítica inherente del escritor va más lejos de lo que sus intérpretes han expuesto, quizás querido limitar. Ellos, los intérpretes, se han quedado en el realismo mágico, en la ficción deslumbrante de un imaginario alegórico desbordante, en Macondo de los Cien años de soledad; eso en el mejor de los casos. Otros intérpretes no han salido del maniqueísmo esquemático de los buenos contra los malos, convirtiendo al escritor en baluarte de la denuncia justiciera. Lo que no pueden ver los intérpretes es el humor candente y tropical de una narrativa que se constituye sobre la matriz de una intuición transgresora, transgresora de las instituciones oficiosas, de las formalidades literarias, de los consensos apagados de las fraternidades cultas, que reconocen al escritor encumbrado; pero, no pueden comprender a la escritura rebelde, desbordante, que percibe el mundo en sus devenires tumultuosos y creativos.

 

El último capítulo comienza también con el encuentro con el cadáver del patriarca, con preguntas parecidas y reflexiones equivalentes; sin embargo, las modificaciones imperceptibles de la narración terminan relatando la historia interminable de los cambios, terminan construyendo la trama y su estructura de texturas, terminan encontrando el desenlace esperado.

 

Ahí estaba, pues, como si hubiera sido él aunque no lo fuera, acostado en la mesa de banquetes de la sala de fiestas con el esplendor femenino de papa muerto entre las flores con que se había desconocido a sí mismo en la ceremonia de exhibición de su primera muerte, más temible muerto que vivo con el guante de raso relleno de algodón sobre el pecho blindado de falsas medallas de victorias imaginarias de guerras de chocolate inventadas por sus aduladores impávidos, con el fragoroso uniforme de gala y las polainas de charol y la única espuela de oro que encontramos en la casa y los diez soles tristes de general del universo que le impusieron a última hora para darle una jerarquía mayor que la de la muerte, tan inmediato y visible en su nueva identidad póstuma que por primera vez se podía creer sin duda alguna en su existencia real, aunque en verdad nadie se parecía menos a él, nadie era tanto el contrario de él como aquel cadáver de vitrina que a la medianoche se seguía cocinando en el fuego lento del espacio minucioso de la cámara ardiente mientras en el salón contiguo del consejo de gobierno discutíamos palabra por palabra el boletín final con la noticia que nadie se atrevía a creer cuando nos despertó el ruido de los camiones cargados de tropa con armamentos de guerra cuyas patrullas sigilosas ocuparon los edificios públicos desde la madrugada, se tendieron en el suelo en posición de tiro bajo las arcadas de la calle del comercio, se escondieron en los zaguanes, los vi instalando ametralladoras de trípode en las azoteas del barrio de los virreyes cuando abrí el balcón de mi casa al amanecer buscando dónde poner el mazo de claveles empapados que acababa de cortar en el patio, vi debajo del balcón una patrulla de soldados al mando de un teniente que iba de puerta en puerta ordenando cerrar las pocas tiendas que empezaban a abrirse en la calle del comercio, hoy es feriado nacional, gritaba, orden superior, les tiré un clavel desde el balcón y pregunté qué pasaba que había tantos soldados y tanto ruido de armas por todas partes y el oficial atrapó el clavel en el aire y me contestó que fíjate niña que nosotros tampoco sabemos, debe ser que resucitó el muerto, dijo, muerto de risa, pues nadie se atrevía a pensar que hubiera ocurrido una cosa de tanto estruendo, sino al contrario, pensábamos que después de muchos años de negligencia él había vuelto a coger las riendas de su autoridad y estaba más vivo que nunca arrastrando otra vez sus grandes patas de monarca ilusorio en la casa del poder cuyos globos de luz habían vuelto a encenderse, pensábamos que era él quien había hecho salir las vacas que andaban triscando en las grietas de las baldosas de la Plaza de Armas donde el ciego sentado a la sombra de las palmeras moribundas confundió las pezuñas con botas de militares y recitaba los versos del feliz caballero que llegaba de lejos vencedor de la muerte, los recitaba con toda la voz y la mano tendida hacia las vacas que se trepaban a comerse las guirnaldas de balsaminas del quiosco de la música por la costumbre de subir y bajar escaleras para comer, se quedaron a vivir entre las ruinas de las musas coronadas de camelias silvestres y los micos colgados de las liras de los escombros del Teatro Nacional, entraban muertas de sed con un estrépito de tiestos de nardos en la penumbra fresca de los zaguanes del barrio de los virreyes y sumergían los hocicos abrasados en el estanque del patio interior sin que nadie se atreviera a molestarlas porque conocíamos la marca congénita del hierro presidencial que las hembras llevaban en las ancas y los machos en el cuello, eran intocables, los propios soldados les cedían el paso en los vericuetos de la calle del comercio que había perdido su fragor antiguo de zoco infernal, sólo quedaba un pudridero de costillares rotos y arboladuras desbaratadas en los charcos de miasmas ardientes donde estuvo el mercado público cuando todavía teníamos el mar y las goletas encallaban entre las mesas de legumbres, quedaban los locales vacíos de los que fueron en sus tiempos de gloria los bazares de los hindúes, pues los hindúes se habían ido, ni las gracias dieron mi general, y él gritó qué carajo, aturdido por sus últimos berrinches seniles, que se larguen a limpiar mierda de ingleses, gritó, se fueron todos, surgieron en su lugar los vendedores callejeros de amuletos de indios y antídotos de culebras, los frenéticos ventorrillos de discos con camas de alquiler en la trastienda que los soldados desbarataron a culatazos mientras los hierros de la catedral anunciaban el duelo, todo se había acabado antes que él, nos habíamos extinguido hasta el último soplo en la espera sin esperanza de que algún día fuera verdad el rumor reiterado y siempre desmentido de que había por fin sucumbido a cualquiera de sus muchas enfermedades de rey, y sin embargo no lo creíamos ahora que era cierto, y no porque en realidad no lo creyéramos sino porque ya no queríamos que fuera cierto, habíamos terminado por no entender cómo seriamos sin él, qué sería de nuestras vidas después de él, no podía concebir el mundo sin el hombre que me había hecho feliz a los doce años como ningún otro lo volvió a conseguir desde las tardes de hacía tanto tiempo en que salíamos de la escuela a las cinco y él acechaba por las claraboyas del establo a las niñas de uniforme azul de cuello marinero y una sola trenza en la espalda pensando madre mía Bendición Alvarado cómo son de bellas las mujeres a mi edad, nos llamaba, veíamos sus ojos trémulos, la mano con el guante de dedos rotos que trataba de cautivarnos con el cascabel de caramelo del embajador Forbes, todas corrían asustadas, todas menos yo, me quedé sola en la calle de la escuela cuando supe que nadie me estaba viendo y traté de alcanzar el caramelo y entonces él me agarró por las muñecas con un tierno zarpazo de tigre y me levantó sin dolor en el aire y me pasó por la claraboya con tanto cuidado que no me descompuso ni un pliegue del vestido y me acostó en el heno perfumado de orines rancios tratando de decirme algo que no le salía de la boca árida porque estaba más asustado que yo, temblaba, se le veían en la casaca los golpes del corazón, estaba pálido, tenía los ojos llenos de lágrimas como no los tuvo por mí ningún otro hombre en toda mi vida de exilio, me tocaba en silencio, respirando sin prisa, me tentaba con una ternura de hombre que nunca volví a encontrar, me hacía brotar los capullos del pecho, me metía los dedos por el borde de las bragas, se olía los dedos, me los hacía oler, siente, me decía, es tu olor, no volvió a necesitar los caramelos del embajador Baldrich para que yo me metiera por las claraboyas del establo a vivir las horas felices de mi pubertad con aquel hombre de corazón sano y triste que me esperaba sentado en el heno con una bolsa de cosas de comer, enjugaba con pan mis primeras salsas de adolescente, me metía las cosas por allá antes de comérselas, me las daba a comer, me metía los cabos de espárragos para comérselos marinados con la salmuera de mis humores íntimos, sabrosa, me decía, sabes a puerto, soñaba con comerse mis riñones hervidos en sus propios caldos amoniacales, con la sal de tus axilas, soñaba, con tu orín tibio, me destazaba de pies a cabeza, me sazonaba con sal de piedra, pimienta picante y hojas de laurel y me dejaba hervir a fuego lento en las malvas incandescentes de los atardeceres efímeros de nuestros amores sin porvenir, me comía de pies a cabeza con unas ansias y una generosidad de viejo que nunca más volví a encontrar en tantos hombres apresurados y mezquinos que trataron de amarme sin conseguirlo en el resto de mi vida sin él, me hablaba de él mismo en las digestiones lentas del amor mientras nos quitábamos de encima los hocicos de las vacas que trataban de lamernos, me decía que ni él mismo sabía quién era él, que estaba de mi general hasta los cojones, decía sin amargura, sin ningún motivo, como hablando solo, flotando en el zumbido continuo de un silencio interior que sólo era posible romper a gritos, nadie era más servicial ni más sabio que él, nadie era más hombre, se había convertido en la única razón de mi vida a los catorce años cuando dos militares del más alto rango aparecieron en casa de mis padres con una maleta atiborrada de doblones de oro puro y me metieron a medianoche en un buque extranjero con toda la familia y con la orden de no regresar al territorio nacional durante años y años hasta que estalló en el mundo la noticia de que él había muerto sin haber sabido que yo me pasé el resto de la vida muriéndome por él, me acostaba con desconocidos de la calle para ver si encontraba uno mejor que él, regresé envejecida y amargada con esta recua de hijos que había parido de padres diferentes con la ilusión de que eran suyos, y en cambio él la había olvidado al segundo día en que no la vio entrar por la claraboya de los establos de ordeño, la sustituía por una distinta todas las tardes porque ya para entonces no distinguía muy bien quién era quién en el tropel de colegialas de uniformes iguales que le sacaban la lengua y le gritaban viejo guanábano cuando trataba de cautivarlas con los caramelos del embajador Rumpelmayer, las llamaba sin discriminar, sin preguntarse nunca si la de hoy había sido la misma de ayer, las recibía a todas por igual, pensaba en todas como si fueran una sola mientras escuchaba medio dormido en la hamaca las razones siempre iguales del embajador Streimberg que le había regalado una trompeta acústica igual a la del perro de la voz del amo con un dispositivo eléctrico de amplificación para que él pudiera oír una vez más la pretensión insistente de llevarse nuestras aguas territoriales a buena cuenta de los servicios de la deuda externa y él repetía lo mismo de siempre que ni de vainas mi querido Stevenson, todo menos el mar, desconectaba el audífono eléctrico para no seguir oyendo aquel vozarrón de criatura metálica que parecía voltear el disco para explicarle otra vez lo que tanto me habían explicado mis propios expertos sin recovecos de diccionario que estamos en los puros cueros mi general, habíamos agotado nuestros últimos recursos, desangrados por la necesidad secular de aceptar empréstitos para pagar los servicios de la deuda externa desde las guerras de independencia y luego otros empréstitos para pagar los intereses de los servicios atrasados, siempre a cambio de algo mi general, primero el monopolio de la quina y el tabaco para los ingleses, después el monopolio del caucho y el cacao para los holandeses, después la concesión del ferrocarril de los páramos y la navegación fluvial para los alemanes, y todo para los gringos por los acuerdos secretos que él no conoció sino después del derrumbamiento de estrépito y la muerte pública de José Ignacio Sáenz de la Barra a quien Dios tenga cocinándose a fuego vivo en las pailas de sus profundos infiernos, no nos quedaba nada, general, pero él había oído decir lo mismo a todos sus ministros de hacienda desde los tiempos difíciles en que declaró la moratoria de los compromisos contraídos con los banqueros de Hamburgo, la escuadra alemana había bloqueado el puerto, un acorazado inglés disparó un cañonazo de advertencia que abrió un boquete en la torre de la catedral, pero él gritó que me cago en el rey de Londres, primero muertos que vendidos, gritó, muera el Kaiser, salvado en el instante final por los buenos oficios de su cómplice de dominó el embajador Charles W. Traxler cuyo gobierno se constituyó en garante de los compromisos europeos a cambio de un derecho de explotación vitalicia de nuestro subsuelo, y desde entonces estamos como estamos debiendo hasta los calzoncillos que llevamos puestos mi general, pero él acompañaba hasta las escaleras al eterno embajador de las cinco y lo despedía con una palmadita en el hombro, ni de vainas mi querido Baxter, primero muerto que sin mar, agobiado por la desolación de aquella casa de cementerio donde se podía caminar sin tropiezos como si fuera por debajo del agua desde los tiempos malvados de aquel José Ignacio Sáenz de la Barra de mi error que había cortado todas las cabezas del género humano menos las que debía cortar de los autores del atentado de Leticia Nazareno y el niño, los pájaros se resistían a cantar en las jaulas por muchas gotas de cantorina que él les echara en el pico, las niñas de la escuela contigua no habían vuelto a cantar la canción del recreo de la pajarita pinta paradita en el verde limón, la vida se le iba en la espera impaciente de las horas de estar contigo en los establos, mi niña, con tus teticas de corozo y tu cosita de almeja, comía solo bajo el cobertizo de trinitarias, flotaba en la reverberación del calor de las dos picoteando el sueño de la siesta para no perder el hilo de la película de la televisión en que todo ocurría por orden suya al revés de la vida, pues el benemérito que todo lo sabía no supo nunca que desde los tiempos de José Ignacio Sáenz de la Barra le habíamos instalado primero un transmisor individual para las novelas habladas de la radiola y después un circuito cerrado de televisión para que sólo él viera las películas arregladas a su gusto en las cuales no se morían sino los villanos, prevalecía el amor contra la muerte, la vida era un soplo, lo hacíamos feliz con el engaño como lo fue tantas tardes de su vejez con las niñas de uniforme que lo habrían complacido hasta la muerte si él no hubiera tenido la mala fortuna de preguntarle a una de ellas qué te enseñan en la escuela y yo le contesté la verdad que no me enseñan nada señor, yo lo que soy es puta del puerto, y él se lo hizo repetir por si no había entendido bien lo que leyó en mis labios y yo le repetí con todas las letras que no soy estudiante señor, soy puta del puerto, los servicios de sanidad la habían bañado con creolina y estropajo, le dijeron que se pusiera este uniforme de marinero y estas medias de niña bien y que pasara por esta calle todas las tardes a las cinco, no sólo yo sino todas las putas de mi edad reclutadas y bañadas por la policía sanitaria, todas con el mismo uniforme y los mismos zapatos de hombre y estas trenzas de crines de caballo que fíjese usted que se quita y se pone con un prendedor de peineta, nos dijeron que no se asusten que es un pobre abuelo pendejo que ni siquiera se las va a tirar sino que les hace exámenes de médico con el dedo y les chupa la tetamenta y les mete cosas de comer por la cucaracha, en fin, todo lo que usted me hace cuando vengo, que nosotras no teníamos sino que cerrar los ojos de gusto y decir mi amor mi amor que es lo que a usted le gusta, eso nos dijeron y hasta nos hicieron ensayar y repetir todo desde el principio antes de pagarnos, pero yo encuentro que es demasiada vaina tanto plátano maduro en la consiánfira y tanta malanga sancochada en el fundillo por los cuatro tísicos pesos que nos quedan después de descontarnos el impuesto de sanidad y la comisión del sargento, qué carajo, no es justo desperdiciar tanta comida por debajo si una no tiene ni qué comer por arriba, dijo, envuelta en el áurea lúgubre del anciano insondable que escuchó la revelación sin pestañear pensando madre mía Bendición Alvarado por qué me mandas este castigo, pero no hizo un gesto que denunciara su desolación sino que se empeñó en toda clase de averiguaciones sigilosas hasta descubrir que en efecto el colegio de niñas contiguo a la casa civil lo habían clausurado desde hace muchos años mi general, el propio ministro de educación había provisto los fondos de acuerdo con el arzobispo primado y la asociación de padres de familia para construir el nuevo edificio de tres pisos frente al mar donde las infantas de las familias de grandes ínfulas quedaron a salvo de las asechanzas del seductor crepuscular cuyo cuerpo de sábalo varado bocarriba en la mesa de banquetes empezaba a perfilarse contra las malvas lívidas del horizonte de cráteres de luna de nuestra primera aurora sin él, estaba al abrigo de todo entre los agapantos nevados, libre por fin de su poder absoluto al cabo de tantos años de cautiverio recíproco que resultaba imposible distinguir quién era víctima de quién en aquel cementerio de presidentes vivos que habían pintado de blanco de tumba por dentro y por fuera sin consultarlo conmigo sino que le ordenaban sin reconocerlo que no pase aquí señor que nos ensucia la cal, y él no pasaba, quédese en el piso de arriba señor que le puede caer un andamio encima, y él se quedaba, aturdido por el estrépito de los carpinteros y la rabia de los albañiles que le gritaban que se aparte de aquí viejo pendejo que se va a cagar en la mezcla, y él se apartaba, más obediente que un soldado en los duros meses de una restauración inconsulta que abrió ventanas nuevas a los vientos del mar, más solo que nunca bajo la vigilancia feroz de una escolta cuya misión no parecía ser la de protegerlo sino de vigilarlo, se comían la mitad de su comida para impedir que lo envenenaran, le cambiaban los escondites de la miel de abejas, le calzaban la espuela de oro como a los gallos de pelea para que no le campaneara al caminar, qué carajo, toda una sarta de astucias de vaqueros que habrían hecho morir de risa a mi compadre Saturno Santos, vivía a merced de once atarvanes de saco y corbata que se pasaban el día haciendo maromas japonesas, movían un aparato de focos verdes y colorados que se encienden y se apagan cuando alguien tiene un arma en un círculo de cincuenta metros, y andamos por la calle como fugitivos en siete automóviles iguales que cambiaban de lugar adelantándose unos a otros en el camino de modo que ni yo mismo sé en cuál es el que voy, qué carajo, un gasto inútil de pólvora en gallinazos porque él había apartado los visillos para ver las calles al cabo de tantos años de encierro y vio que nadie se inmutaba con el paso sigiloso de las limusinas fúnebres de la caravana presidencial, vio los arrecifes de vidrios solares de los ministerios que se alzaban más altos que las torres de la catedral y habían tapado los promontorios de colores de las barracas de los negros en las colinas del puerto, vio una patrulla de soldados que borraban un letrero reciente escrito a brocha gorda en un muro y preguntó qué decía y le contestaron que gloria eterna al artífice de la patria nueva aunque él sabía que era mentira, por supuesto, si no no lo estuvieran borrando, qué carajo, vio una avenida de cocoteros tan ancha como seis con camellones de macizos de flores hasta el mar donde estuvieron los barrizales, vio un suburbio de quintas repetidas con pórticos romanos y hoteles con jardines amazónicos donde estuvo el muladar del mercado público, vio los automóviles atortugados en las serpentinas de laberintos de las autopistas urbanas, vio la muchedumbre embrutecida por la canícula del mediodía en la acera del sol mientras en la acera opuesta no había nadie más que los recaudadores sin oficio del impuesto al derecho de caminar por la sombra, pero nadie se estremeció aquella vez con el presagio del poder oculto en el féretro refrigerado de la limusina presidencial, nadie reconoció los ojos de desencanto, los labios ansiosos, la mano desvalida que iba diciendo adioses sin destino a través de la gritería de los pregones de periódicos y amuletos, los carritos de helados, los lábaros de la lotería de tres cifras, el fragor cotidiano del mundo de la calle ajeno a la tragedia intima del militar solitario que suspiraba de nostalgia pensando madre mía Bendición Alvarado qué fue de mi ciudad, dónde está el callejón de miseria de las mujeres sin hombres que salían desnudas al atardecer a comprar corvinas azules y pargos rosados y a mentarse la madre con las verduleras mientras se les secaba la ropa en los balcones, dónde están los hindúes que se cagaban en la puerta de sus tenderetes, dónde están sus esposas lívidas que enternecían a la muerte con canciones de lástima, dónde está la mujer que se había convertido en alacrán por desobedecer a sus padres, dónde están las cantinas de los mercenarios, sus arroyos de orín fermentado, el aire cotidiano de los pelícanos a la vuelta de la esquina, y de pronto, ay, el puerto, dónde está si aquí estaba, qué fue de las goletas de los contrabandistas, la chatarra de desembarco de los infantes, mi olor a mierda, madre, qué pasaba en el mundo que nadie conocía la mano fugitiva de amante en el olvido que iba dejando un reguero de adioses inútiles desde la ventanilla de cristales virados de un tren inaugural que atravesó silbando los sembrados de hierbas de olor de los que fueron antes los pantanos de estridentes pájaros de malaria de los arrozales, pasó espantando muchedumbres de vacas marcadas con el hierro presidencial a través de llanuras inverosímiles de pastos azules, y en el interior capitonado de terciopelo eclesiástico del vagón de responsos de mi destino irrevocable él iba preguntándose dónde estaba mi viejo trencito de cuatro patas, carajo, mis ramazones de anacondas y balsaminas venenosas, mi alboroto de micos, mis aves del paraíso, la patria entera con su dragón, madre, dónde están si aquí estaban las estaciones de indias taciturnas con sombreros ingleses que vendían animales de almíbar por las ventanas, vendían papas nevadas, madre,  vendían   gallinas   sancochadas  en   manteca amarilla bajo los arcos de letreros de flores de gloria eterna al benemérito que nadie sabe dónde está, pero siempre que él protestaba que aquella vida de prófugo era peor que estar muerto le contestaban que no mi general, era la paz dentro del orden, le decían, y él terminaba por aceptar, de acuerdo, una vez más deslumbrado por la fascinación personal de José Ignacio Sáenz de la Barra de mi desmadre a quien tantas veces había degradado y escupido en la rabia de los insomnios pero volvía a sucumbir ante sus encantos no bien entraba en la oficina con la luz del sol cabestreando ese perro con mirada de gente humana que no abandona ni siquiera para orinar y además tiene nombre de gente, Lord Kóchel, y otra vez aceptaba sus fórmulas con una mansedumbre que lo sublevaba contra sí mismo, no se preocupe Nacho, admitía, cumpla con su deber, de modo que José Ignacio Sáenz de la Barra volvía una vez más con sus poderes intactos a la fábrica de suplicios que había instalado a menos de , quinientos metros de la casa presidencial en el inocente edificio de mampostería colonial donde había estado el manicomio de los holandeses, una casa tan grande como la suya, mi general, escondida en un bosque de almendros y rodeada por un prado de violetas silvestres, cuya primera planta estaba destinada a los servicios de identificación y registro del estado civil y en el resto estaban instaladas las máquinas de tortura más ingeniosas y bárbaras que podía concebir la imaginación, tanto que él no había querido conocerlas sino que le advirtió a Sáenz de la Barra que usted siga cumpliendo con su deber como mejor convenga a los intereses de la patria con la única condición de que yo no sé nada ni he visto nada ni he estado nunca en ese lugar, y Sáenz de la Barra empeñó su palabra de honor para servir a usted, general, y había cumplido, igual que cumplió su orden de no volver a martirizar a los niños menores de cinco años con polos eléctricos en los testículos para forzar la confesión de sus padres porque él temía que aquella infamia pudiera repetirle los insomnios de tantas noches iguales de los tiempos de la lotería, aunque le era imposible olvidarse de ese taller de horror a tan escasa distancia de su dormitorio porque en las noches de lunas quietas lo despertaban las músicas de trenes fugitivos de las albas de truenos de Bruckner que hacían estragos de diluvios y dejaban una desolación de piltrafas de túnicas de novias muertas en las ramazones de los almendros de la antigua mansión de lunáticos holandeses para que no se oyeran desde la calle los alaridos de pavor y dolor de los moribundos, y todo eso sin cobrar un céntimo mi general, pues José Ignacio Sáenz de la Barra disponía de su sueldo para comprar las ropas de príncipe, las camisas de seda natural con el monograma en el pecho, los zapatos de cabritilla, las cajas de gardenias para la solapa, las lociones de Francia con los blasones de la familia impresos en la etiqueta original, pero no tenía mujer conocida ni se dice que sea marica ni tiene un solo amigo ni una casa propia para vivir, nada mi general, una vida de santo, esclavizado en la fábrica de suplicios hasta que lo tumbaba el cansancio sobre el diván de la oficina donde dormía de cualquier modo pero nunca de noche ni nunca más de tres horas cada vez, sin guardia en la puerta, sin un arma a su alcance, bajo la protección anhelante de Lord Kóchel que no cabía dentro del pellejo por la ansiedad que le causaba el no comer sino lo único que dicen que come, es decir, las tripas calientes de los decapitados, haciendo ese ruido de borboriteo de marmita para despertarlo apenas su mirada de persona humana sentía a través de las paredes que alguien se acercaba a la oficina, quien quiera que sea, mi general, ese hombre no se confía ni del espejo, tomaba sus decisiones sin consultarlas con nadie después de escuchar los informes de sus agentes, nada sucedía en el país ni daban un suspiro los desterrados en cualquier lugar del planeta que José Ignacio Sáenz de la Barra no lo supiera al instante a través de los hilos de la telaraña invisible de delación y soborno con que tiene cubierta la bola del mundo, que en eso se gastaba la plata, mi general, pues no era cierto que los torturadores tuvieran sueldo de ministros como decían, al contrario, se ofrecían gratis para demostrar que eran capaces de descuartizar a su madre y echarles los pedazos a los puercos sin que se les notara en la voz, en lugar de cartas de recomendación y certificados de buena conducta ofrecían testimonios de antecedentes atroces para que les dieran el empleo a las órdenes de los torturadores franceses que son racionalistas mi general, y por consiguiente son metódicos en la crueldad y refractarios a la compasión, eran ellos quienes hacían posible el progreso dentro del orden, eran ellos quienes se anticipaban a las conspiraciones mucho antes de que empezaran a incubar en el pensamiento, los clientes distraídos que tomaban el fresco bajo los abanicos de aspas de las heladerías, los que leían el periódico en las fondas de los chinos, los que se dormían en los cines, los que cedían el puesto a las señoras encinta en los autobuses, los que habían aprendido a ser electricistas y plomeros después de haber pasado media vida de atracadores nocturnos y bandoleros de veredas, los novios casuales de las sirvientas, las putas de los trasatlánticos y los bares internacionales, los promotores de excursiones turísticas a los paraísos del Caribe en las agencias de viajes de Miami, el secretario privado del ministro de asuntos exteriores de Bélgica, la cuidanta vitalicia del corredor tenebroso del cuarto piso del Hotel Internacional de Moscú, y tantos otros que nadie sabe hasta en el último rincón de la tierra, pero usted puede dormir tranquilo mi general pues los buenos patriotas de la patria dicen que usted no sabe nada, que todo esto sucede sin su consentimiento, que si mi general lo supiera habría mandado a Sáenz de la Barra a empujar margaritas en el cementerio de renegados de la fortaleza del puerto, que cada vez que se enteraban de un nuevo acto de barbarie suspiraban para adentro si el general lo supiera, si pudiéramos hacérselo saber, si hubiera una manera de verlo, y él le ordenó a quien se lo había contado que no olvidara nunca que de verdad yo no sé nada, ni he visto nada, ni he hablado de estas cosas con nadie, y así recobraba el sosiego, pero seguían llegando tantos talegos de cabezas cortadas que no le parecía concebible que José Ignacio Sáenz de la Barra se embarrara de sangre hasta la tonsura sin ningún beneficio porque la gente es pendeja pero no tanto, ni le parecía razonable que pasaron años enteros sin que los comandantes de las tres armas protestaran por su condición subalterna, ni pedían aumento de sueldo, nada, de modo que él había echado sondas por separado para tratar de establecer las causas de la conformidad militar, quería averiguar por qué no trataban de rebelarse, por qué aceptaban la potestad de un civil, y les había preguntado a los más codiciosos si no pensaban que ya era tiempo de cortarle la cresta al advenedizo sanguinario que estaba salpicando los méritos de las fuerzas armadas, pero le habían contestado que por supuesto que no mi general, no es para tanto, y desde entonces ya no sé quién es quién, ni quién está con quién ni contra quién en este armatoste del progreso dentro del orden que empieza a olerme a mortecina encerrada como aquella que ni quiero acordarme de aquellos pobres niños de la lotería, pero José Ignacio Sáenz de la Barra le aplacaba los ímpetus con su dulce dominio de domador de perros cimarrones, duerma tranquilo general, le decía, el mundo es suyo, le hacía creer que todo era tan simple y tan claro que lo volvía a dejar en las tinieblas de aquella casa de nadie que recorría de un extremo al otro preguntándose a grandes voces quién carajo soy yo que me siento como si me hubieran volteado al revés la luz de los espejos, dónde carajo estoy que van a ser las once de la mañana y no hay una gallina ni por casualidad en este desierto, acuérdense cómo era antes, clamaba, acuérdense del despelote de los leprosos y los paralíticos que se peleaban la comida con los perros, acuérdense de aquel resbaladero de mierda de animales en las escaleras y aquel despiporre de patriotas que no me dejaban caminar con la conduerma de que écheme en el cuerpo la sal de la salud mi general, que me bautice al muchacho a ver si se le quita la diarrea porque decían que mi imposición tenía virtudes aprietativas más eficaces que el plátano verde, que me ponga la mano aquí a ver si se me aquietan las palpitaciones que ya no tengo ánimos para vivir con este eterno temblor de tierra, que fijara la vista en el mar mi general para que se devuelvan los huracanes, que la levante hacia el cielo para que se arrepientan los eclipses, que la baje hacia la tierra para espantar a la peste porque decían que yo era el benemérito que le infundía respeto a la naturaleza y enderezaba el orden del universo y le había bajado los humos a la Divina Providencia, y yo les daba lo que me pedían y les compraba todo lo que me vendieran no porque fuera débil de corazón según decía su madre Bendición Alvarado sino porque se necesitaba tener un hígado de hierro para mezquinarle un favor a quien le cantaba sus méritos, y en cambio ahora no había nadie que le pidiera nada, nadie que le dijera al menos buenos días mi general, cómo pasó la noche, no tenía siquiera el consuelo de aquellas explosiones nocturnas que lo despertaban con una granizada de vidrio de ventanas y desnivelaban los quicios y sembraban el pánico en la tropa pero le servían por lo menos para sentir que estaba vivo y no en este silencio que me zumba dentro de la cabeza y me despierta con su estrépito, ya no soy más que un monicongo pintado en la pared de esta casa de espantos donde le era imposible impartir una orden que no estuviera cumplida desde antes, encontraba satisfechos sus deseos más íntimos en el periódico oficial que seguía leyendo en la hamaca a la hora de la siesta desde la primera página hasta la última inclusive los anuncios de propaganda, no había un impulso de su aliento ni un designio de su voluntad que no apareciera impreso en letras grandes con la fotografía del puente que él no mandó a construir por olvido, la fundación de la escuela para enseñar a barrer, la vaca de leche y el árbol de pan con un retrato suyo de otras cintas inaugurales de los tiempos de gloria, y sin embargo no encontraba el sosiego, arrastraba sus grandes patas de elefante senil buscando algo que no se le había perdido en su casa de soledad, encontraba que alguien antes que él había tapado las jaulas con trapos de luto, alguien había contemplado el mar desde las ventanas y había contado las vacas antes que él, todo estaba completo y en orden, regresaba al dormitorio con el candil cuando reconoció su propia voz ampliada en el retén de la guardia presidencial y se asomó por la ventana entreabierta y vio un grupo de oficiales adormilados en el cuarto lleno de humo frente al resplandor triste de la pantalla de televisión, y en la pantalla estaba él, más delgado y tenso, pero era yo, madre, sentado en la oficina donde había de morir con el escudo de la patria en el fondo y los tres pares de espejuelos de oro en la mesa, y estaba diciendo de memoria un análisis de las cuentas de la nación con palabras de sabio que él nunca se hubiera atrevido a repetir, carajo, era una visión más inquietante que la de su propio cuerpo muerto entre las flores porque ahora estaba viéndose vivo y oyéndose hablar con su propia voz, yo mismo, madre, yo que nunca había podido soportar la vergüenza de asomarse a un balcón ni había logrado vencer el pudor de hablar en público, y ahí estaba, tan verídico y mortal que permaneció perplejo en la ventana pensando madre mía Bendición Alvarado cómo es posible este misterio, pero José Ignacio Sáenz de la Barra se mantuvo impasible ante una de las pocas explosiones de cólera que él se permitió en los años sin cuento de su régimen, no es para tanto general, le dijo con su énfasis más dulce, tuvimos que acudir a este recurso ¡licito para preservar del naufragio a la nave del progreso dentro del orden, fue una inspiración divina, general, gracias a ella habíamos logrado conjurar la incertidumbre del pueblo en un poder de carne y hueso que el último miércoles de cada mes rendía un informe sedante de su gestión de gobierno a través de la radio y la televisión del estado, yo asumo la responsabilidad, general, yo puse aquí este florero con seis micrófonos en forma de girasoles que registraban su pensamiento de viva voz, era yo quien hacía las preguntas que él contestaba en la audiencia de los viernes sin sospechar que sus respuestas inocentes eran los fragmentos del discurso mensual dirigido a la nación, pues nunca había utilizado una imagen que no fuera suya ni una palabra que él no hubiera dicho como usted mismo podrá comprobarlo con estos discos que Sáenz de la Barra le puso sobre el escritorio junto con estas películas y esta carta de mi puño y letra que firmo en presencia suya general para que usted disponga de mi suerte como a bien tenga, y él lo miró desconcertado porque de pronto cayó en la cuenta de que Sáenz de la Barra estaba por primera vez sin el perro, inerme, pálido, y entonces suspiró, está bien, Nacho, cumpla con su deber, dijo, con un aire de infinita fatiga, echado hacia atrás en la poltrona de resortes y la mirada fija en los ojos delatores de los retratos de los próceres, más viejo que nunca, más lúgubre y triste, pero con la misma expresión de designios imprevisibles que Sáenz de la Barra había de reconocer dos semanas más tarde cuando volvió a entrar en la oficina sin audiencia previa casi arrastrando el perro por la traílla y con la novedad urgente de una insurrección armada que sólo una intervención suya podía impedir, general, y él descubrió por fin la grieta imperceptible que había estado buscando durante tantos años en el muro de obsidiana de la fascinación, madre mía Bendición Alvarado de mi desquite, se dijo, este pobre cabrón se está cagando de miedo, pero no hizo un solo gesto que permitiera vislumbrar sus intenciones sino que envolvió a Sáenz de la Barra en un aura maternal, no se preocupe Nacho, suspiró, nos queda mucho tiempo para pensar sin que nadie nos estorbe dónde carajo estaba la verdad en aquel tremedal de verdades contradictorias que parecían menos   ciertas  que  si  fueran  mentira,  mientras Sáenz de la Barra comprobaba en el reloj de leontina que iban a ser las siete de la noche, general, los comandantes de las tres armas estaban terminando de comer en sus casas respectivas, con la mujer y los niños, para que ni siquiera ellos pudieran sospechar sus propósitos, saldrán vestidos de civil sin escolta por la puerta del servicio donde los espera un automóvil público solicitado por teléfono para burlar la vigilancia de nuestros hombres, no verán ninguno, por supuesto, aunque ahí están, general, son los choferes, pero él dijo ajá, sonrió, no se preocupe tanto, Nacho, explíqueme más bien cómo hemos vivido hasta ahora con el pellejo puesto si según sus cuentas de cabezas cortadas hemos tenido más enemigos que soldados, pero Sáenz de la Barra estaba sostenido apenas por el latido minúsculo de su reloj de leontina, faltaban menos de tres horas, general, el comandante de las fuerzas de tierra se dirigía en aquel momento hacia el cuartel del Conde, el comandante de las fuerzas navales hacia la fortaleza del puerto, el comandante de las fuerzas del aire hacia la base de San Jerónimo, todavía era posible arrestarlos porque una camioneta de la seguridad del estado cargada de legumbres los perseguía a corta distancia, pero él no se inmutaba, sentía que la ansiedad creciente de Sáenz de la Barra lo liberaba del castigo de una servidumbre que había sido más implacable que su apetito de poder, esté tranquilo, Nacho, decía, explíqueme más bien por qué no ha comprado una mansión tan grande como un buque de vapor, por qué trabaja como un mulo si no le importa la plata, por qué vive como un recluta si a las mujeres más estrechas se les aflojan las costuras por meterse en su dormitorio, usted parece más cura que los curas, Nacho, pero Sáenz de la Barra se sofocaba empapado por un sudor de hielo que no lograba disimular con su dignidad incólume en el horno crematorio de la oficina, eran las once, ya es demasiado tarde, dijo, una señal en clave empezaba a circular a esa hora por los alambres del telégrafo hacia las distintas guarniciones del país, los comandantes rebeldes se estaban colgando las condecoraciones en el uniforme de parada para el retrato oficial de la nueva junta de gobierno mientras sus ayudantes transmitían las últimas órdenes de una guerra sin enemigos cuyas únicas batallas se reducían a controlar las centrales de comunicación y los servicios públicos, pero él ni siquiera parpadeó ante el palpito anhelante de Lord Kóchel que se había incorporado con un hilo de baba que parecía una lágrima interminable, no se asuste, Nacho, explíqueme más bien por qué le tiene tanto miedo a la muerte, y José Ignacio Sáenz de la Barra se quitó de un tirón el cuello de celuloide desacartonado por el sudor y su rostro de barítono se quedó sin alma, es natural, replicó, el miedo a la muerte es el rescoldo de la felicidad, por eso usted no lo siente, general, y se puso de pie contando por puro hábito las campanas de la catedral, son las doce, dijo, ya no le queda nadie en el mundo, general, yo era el último, pero él no se movió en la poltrona mientras no percibió el trueno subterráneo de los tanques de guerra en la Plaza de Armas, y entonces sonrió, no se equivoque, Nacho, todavía me queda el pueblo, dijo, el pobre pueblo de siempre que antes del amanecer se echó a la calle instigado por el anciano imprevisto que a través de la radio y la televisión del estado se dirigió a todos los patriotas de la patria sin discriminaciones de ninguna índole y con la más viva emoción histórica para anunciar que los comandantes de las tres armas inspirados por los ideales inmutables del régimen, bajo mi dirección personal e interpretando como siempre la voluntad del pueblo soberano habían puesto término en esta medianoche gloriosa al aparato de terror de un civil sanguinario que había sido castigado por la justicia ciega de las muchedumbres, pues ahí estaba José Ignacio Sáenz de la Barra, macerado a golpes, colgado de los tobillos en un farol de la Plaza de Armas y con sus propios órganos genitales metidos en la boca, tal como lo había previsto mi general cuando nos ordenó bloquear las calles de las embajadas para impedirle e! derecho de asilo, el pueblo lo había cazado a piedras, mi general, pero antes tuvimos que acribillar al perro carnicero que se sorbió la tripamenta de cuatro civiles y nos dejó siete soldados mal heridos cuando el pueblo había asaltado sus oficinas de vivir y tiraron por las ventanas más de doscientos chalecos de brocado todavía con la etiqueta de fábrica, tiraron como tres mil pares de botines italianos sin estrenar, tres mil mi general, que en eso se gastaba la plata del gobierno, y no sé cuántas cajas de gardenias de solapa y todos los discos de Bruckner con sus respectivas partituras de dirección anotadas de su puño y letra, y además sacaron a los presos de los sótanos y les metieron fuego a las cámaras de tortura del antiguo manicomio de los holandeses a los gritos de viva el general, viva el macho que por fin se dio cuenta de la verdad, pues todos dicen que usted no sabía nada mi general, que lo tenían en el limbo abusando de su buen corazón, y todavía a esta hora andaban cazando como ratas a los torturadores de la seguridad del estado que dejamos sin protección de tropa de acuerdo con sus órdenes para que la gente se aliviara de tantas rabias atrasadas y tanto terror, y él aprobó, de acuerdo, conmovido por las campanas de júbilo y las músicas de libertad y las voces de gratitud de la muchedumbre concentrada en la Plaza de Armas con grandes letreros de Dios guarde al magnífico que nos redimió de las tinieblas del terror, y en aquella réplica efímera de los tiempos de gloria él hizo reunir en el patio a los oficiales de escuela que habían ayudado a quitarse sus propias cadenas de galeote del poder y señalándonos con el dedo según los impulsos de su inspiración completó con nosotros el último mando supremo de su régimen decrépito en reemplazo de los autores de la muerte de Leticia Nazareno y el niño que fueron capturados en ropas de dormir cuando trataban de encontrar asilo en las embajadas, pero él apenas si los reconoció, había olvidado los nombres, buscó en el corazón la carga de odio que había tratado de mantener viva hasta la muerte y sólo encontró las cenizas de un orgullo herido que ya no valía la pena entretener, que se larguen, ordenó, los metieron en el primer barco que zarpó para donde nadie volviera a acordarse de ellos, pobres cabrones, presidió el primer consejo del nuevo gobierno con la impresión nítida de que aquellos ejemplares selectos de una generación nueva de un siglo nuevo eran otra vez los ministros civiles de siempre de levitas polvorientas y entrañas débiles, sólo que éstos estaban más ávidos de honores que de poder, más asustadizos y serviles y más inútiles que todos los anteriores ante una deuda externa más costosa que cuanto se pudiera vender en su desguarnecido reino de pesadumbre, pues no había nada que hacer mi general, el último tren de los páramos se había desbarrancado  por precipicios  de orquídeas, los  leopardos dormían en poltronas de terciopelo, las carcachas de los buques de rueda estaban varados en los pantanos de los arrozales, las noticias podridas en los sacos del correo, las parejas de manatíes engañadas con la ilusión de engendrar sirenas entre los lirios tenebrosos de los espejos de luna del camarote presidencial, y sólo él lo ignoraba, por supuesto, había creído en el progreso dentro del orden porque entonces no tenía más contactos con la vida real que la lectura del periódico del gobierno que imprimían sólo para usted mi general, una edición completa de una sola copia con las noticias que a usted le gustaba leer, con el servicio gráfico que usted esperaba encontrar, con los anuncios de propaganda que lo hicieron soñar con un mundo distinto del que le habían prestado para la siesta, hasta que yo mismo pude comprobar con estos mis ojos incrédulos que detrás de los edificios de vidrios solares de los ministerios continuaban intactas las barracas de colores de los negros en las colinas del puerto, habían construido las avenidas de palmeras hasta el mar para que yo no viera que detrás de las quintas romanas de pórticos iguales continuaban los barrios miserables devastados por uno de nuestros tantos huracanes, habían sembrado hierbas de olor a ambos lados de la vía para que él viera desde el vagón presidencial que el mundo parecía magnificado por las aguas venales de pintar oropéndolas de su madre de mis entrañas Bendición Alvarado, y no lo engañaban para complacerlo como lo hizo en los últimos tiempos de sus tiempos de gloria el general Rodrigo de Aguilar, ni para evitarle contrariedades inútiles como lo hacía Leticia Nazareno más por compasión que por amor, sino para mantenerlo cautivo de su propio poder en el marasmo senil de la hamaca bajo la ceiba del patio donde al final de sus años no había de ser verdad ni siquiera el coro de escuela de la pajarita pinta paradita en el verde limón, qué vaina, y sin embargo no lo afectó la burla sino que trataba de reconciliarse con la realidad mediante la recuperación por decreto del monopolio de la quina y otras pócimas esenciales para la felicidad del estado, pero la realidad lo volvió a sorprender con la advertencia de que el mundo cambiaba y la vida seguía aún a espaldas de su poder, pues ya no hay quina, general, ya no hay cacao, no hay añil, general, no había nada, salvo su fortuna personal que era incontable y estéril y estaba amenazada por la ociosidad, y sin embargo no se alteró con tan infaustas nuevas sino que mandó un recado de desafío al viejo embajador Roxbury por si acaso encontraban alguna fórmula de alivio en la mesa de dominó, pero el embajador le contestó con su propio estilo que ni de vainas excelencia, este país no vale un rábano, a excepción del mar, por supuesto, que era diáfano y suculento y habría bastado con meterle candela por debajo para cocinar en su propio cráter la gran sopa de mariscos del universo, así que piénselo, excelencia, se lo aceptamos a buena cuenta de los servicios de esa deuda atrasada que no han de redimir ni cien generaciones de próceres tan diligentes como su excelencia, pero él ni siquiera lo tomó en serio esa primera vez, lo acompañó hasta las escaleras pensando madre mía Bendición Alvarado mira qué gringos tan bárbaros, cómo es posible que sólo piensen en el mar para comérselo, lo despidió con la palmadita habitual en el hombro y volvió a quedar solo consigo mismo tentaleando en las franjas de nieblas ilusorias de los páramos del poder, pues las muchedumbres habían abandonado la Plaza de Armas, se llevaron las pancartas de repetición y se guardaron las consignas de alquiler para otras fiestas iguales del futuro tan pronto como se les acabó el estímulo de las cosas de comer y beber que la tropa repartía en las pausas de las ovaciones, habían vuelto a dejar los salones desiertos y tristes a pesar de su orden de no cerrar los portones a ninguna hora para que entre quien quiera, como antes, cuando ésta no era una casa de difuntos sino un palacio de vecindad, y sin embargo los únicos que se quedaron fueron los leprosos, mi general, y los ciegos y los paralíticos que habían permanecido años y años frente a la casa como los viera Demetrio Aldous dorándose al sol en las puertas de Jerusalén, destruidos e invencibles, seguros de que más temprano que tarde volverían a entrar para recibir de sus manos la sal de la salud porque él había de sobrevivir a todos los embates de la adversidad y a las pasiones más inclementes y a los peores asechos del olvido, pues era eterno, y así fue, él los volvió a encontrar de regreso del ordeño hirviendo las latas de sobras de cocina en los fogones de ladrillo improvisados en el patio, los vio tendidos con los brazos en cruz en las esteras maceradas por el sudor de las úlceras a la sombra fragante de los rosales, les hizo construir una hornilla común, les compraba esteras nuevas y les mandó a edificar un cobertizo de palmas en el fondo del patio para que no tuvieran que guarecerse dentro de la casa, pero no pasaban cuatro días sin que encontrará una pareja de leprosos durmiendo en las alfombras árabes de la sala de fiestas o encontraba un ciego perdido en las oficinas o un paralítico fracturado en las escaleras, hacía cerrar las puertas para que no dejaran un rastro de llagas vivas en las paredes ni apestaran el aire de la casa con el tufo del ácido fénico con que los fumigaban los servicios de sanidad, aunque no bien los quitaban de un lado que aparecían por el otro, tenaces, indestructibles, aferrados a su vieja esperanza feroz cuando ya nadie esperaba nada de aquel anciano inválido que escondía recuerdos escritos en las grietas de las paredes y se orientaba con tanteos de sonámbulo a través de los vientos encontrados de las ciénagas de brumas de la memoria, pasaba horas insomnes en la hamaca preguntándose cómo carajo me voy a escabullir del nuevo embajador Fischer que me había propuesto denunciar la existencia de un flagelo de fiebre amarilla para justificar un desembarco de infantes de marina de acuerdo con el tratado de asistencia recíproca por tantos años cuantos fueran necesarios para infundir un aliento nuevo a la patria moribunda, y él replicó de inmediato que ni de vainas, fascinado por la evidencia de que estaba viviendo de nuevo en los orígenes de su régimen cuando se había valido de un recurso igual para disponer de los poderes de excepción de la ley marcial ante una grave amenaza de sublevación civil, había declarado el estado de peste por decreto, se plantó la bandera amarilla en el asta del faro, se cerró el puerto, se suprimieron los domingos, se prohibió llorar a los muertos en público y tocar músicas que los recordaran y se facultó a las fuerzas armadas para velar por el cumplimiento del decreto y disponer de los pestíferos según su albedrío, de modo que las tropas con brazales sanitarios ejecutaban en público a las gentes de la más diversa condición, señalaban con un círculo rojo en la puerta de las casas sospechosas de inconformidad con el régimen, marcaban con un hierro de vaca en la frente a los infractores simples, a los marimachos y a los floripondios mientras una misión sanitaria solicitada de urgencia a su gobierno por el embajador Mitchell se ocupaba de preservar del contagio a los habitantes de la casa presidencial, recogían del suelo la caca de los sietemesinos para analizarla con vidrios de aumento, echaban píldoras desinfectantes en las tinajas, les daban de comer gusarapos a los animales de sus laboratorios de ciencias, y él les decía muerto de risa a través del intérprete que no sean tan pendejos, místeres, aquí no hay más peste que ustedes, pero ellos insistían que sí, que tenían órdenes superiores de que hubiera, prepararon una miel de virtud preventiva, espesa y verde, con la cual barnizaban de cuerpo entero a los visitantes sin distinción de credenciales desde los más ordinarios hasta los más ilustres, los obligaban a mantener la distancia en las audiencias, ellos de pie en el umbral y él sentado en el fondo donde lo alcanzara la voz pero no el aliento, parlamentando a gritos con desnudos de alcurnia que accionaban con una mano, excelencia, y con la otra se tapaban la escuálida paloma pintoreteada, y todo aquello para preservar del contagio a quien había concebido en el enervamiento de la vigilia hasta los pormenores más banales de la falsa calamidad, que había inventado infundios telúricos y difundido pronósticos de apocalipsis de acuerdo con su criterio de que la gente tendrá más miedo cuanto menos entienda,  y  que  apenas  si  parpadeó cuando uno de sus edecanes, lívido de pavor, se cuadró frente a él con la novedad mi general de que la peste está causando una mortandad tremenda entre la población civil, de modo que a través de los vidrios nublados de la carroza presidencial había visto el tiempo interrumpido por orden suya en las calles abandonadas, vio el aire tonito en las banderas amarillas, vio las puertas cerradas inclusive en las casas omitidas por el círculo rojo, vio los gallinazos ahítos en los balcones, y vio los muertos, los muertos, los muertos, había tantos por todas partes que era imposible contarlos en los barrizales, amontonados en el sol de las terrazas, tendidos en las legumbres del mercado, muertos de carne y hueso mi general, quién sabe cuántos, pues eran muchos más de los que él hubiera querido ver entre las huestes de sus enemigos tirados como perros muertos en los cajones de la basura, y por encima de la podredumbre de los cuerpos y la fetidez familiar de las calles reconoció el olor de la sarna de la peste, pero no se inmutó, no cedió a ninguna súplica hasta que no volvió a sentirse dueño absoluto de todo su poder, y sólo cuando no parecía haber recurso humano ni divino capaz de poner término a la mortandad vimos aparecer en las calles una carroza sin insignias en la que nadie percibió a primera vista el soplo helado de la majestad del poder, pero en el interior de terciopelo fúnebre vimos los ojos letales, los  labios  trémulos, el  guante  nupcial  que iba echando puñados de sal en los portales, vimos el tren pintado con los colores de la bandera trepándose con las uñas a través de las gardenias y los leopardos despavoridos hasta las cornisas de niebla de las provincias más escarpadas, vimos los ojos turbios a través de los visillos del vagón solitario, el semblante afligido, la mano de doncella desairada que iba dejando un reguero de sal por los páramos lúgubres de su niñez, vimos el buque de vapor con rueda de madera y rollos de mazurcas de pianolas quiméricas que navegaba tropezando por entre los escollos y los bancos de arena y los escombros de las catástrofes causadas en la selva por los paseos primaverales del dragón, vimos los ojos de atardecer en la ventana del camarote presidencial, vimos los labios pálidos, la mano sin origen que arrojaba puñados de sal en las aldeas entorpecidas de calor, y quienes comían de aquella sal y lamían el suelo donde había estado recuperaban la salud al instante y quedaban inmunizados por largo tiempo contra los malos presagios y las ventoleras de la ilusión, así que él no había de sorprenderse en las postrimerías de su otoño cuando le propusieron un nuevo régimen de desembarco sustentado en el mismo infundio de una epidemia política de fiebre amarilla sino que se enfrentó a las razones de los ministros estériles que clamaban que vuelvan los infantes, general, que vuelvan con sus máquinas de fumigar pestíferos a cambio de lo que ellos quieran, que vuelvan con sus hospitales blancos, sus prados azules, los surtidores de aguas giratorias que completan los años bisiestos con siglos de buena salud, pero él golpeó la mesa y decidió que no, bajo su responsabilidad suprema, hasta que el rudo embajador Mac Queen le replicó que ya no estamos en condiciones de discutir, excelencia, el régimen no estaba sostenido por la esperanza ni por el conformismo, ni siquiera por el terror, sino por la pura inercia de una desilusión antigua e irreparable, salga a la calle y mírele la cara a la verdad, excelencia, estamos en la curva final, o vienen los infantes o nos llevamos el mar, no hay otra, excelencia, no había otra, madre, de modo que se llevaron el Caribe en abril, se lo llevaron en piezas numeradas los ingenieros náuticos del embajador Ewing para sembrarlo lejos de los huracanes en las auroras de sangre de Arizona, se lo llevaron con todo lo que tenía dentro, mi general, con el reflejo de nuestras ciudades, nuestros ahogados tímidos, nuestros dragones dementes, a pesar de que él había apelado a los registros más audaces de su astucia milenaria tratando de promover una convulsión nacional de protesta contra el despojo, pero nadie hizo caso mi general, no quisieron salir a la calle ni por la razón ni por la fuerza porque pensábamos que era una nueva maniobra suya como tantas otras para saciar hasta más allá de todo limite su pasión irreprimible de perdurar, pensábamos que con tal de que pase algo aunque se lleven el mar, qué carajo, aunque se lleven la patria entera con su dragón, pensábamos, insensibles a las artes de seducción de los militares que aparecían en nuestras casas disfrazados de civil y nos suplicaban en nombre de la patria que nos echáramos a la calle gritando que se fueran los gringos para impedir la consumación del despojo, nos incitaban al saqueo y al incendio de las tiendas y las quintas de los extranjeros, nos ofrecieron plata viva para que saliéramos a protestar bajo la protección de la tropa solidaria con el pueblo frente a la agresión, pero nadie salió mi general porque nadie olvidaba que otra vez nos habían dicho lo mismo bajo palabra de militar y sin embargo los masacraron a tiros con el pretexto de que había provocadores infiltrados que abrieron fuego contra la tropa, así que esta vez no contamos ni con el pueblo mi general y tuve que cargar solo con el peso de este castigo, tuve que firmar solo pensando madre mía Bendición Alvarado nadie sabe mejor que tú que vale más quedarse sin el mar que permitir un desembarco de infantes, acuérdate que eran ellos quienes pensaban las órdenes que me hacían firmar, ellos volvían maricas a los artistas, ellos trajeron la Biblia y la sífilis, le hacían creer a la gente que la vida era fácil, madre, que todo se consigue con plata, que los negros son contagiosos, trataron de convencer a nuestros soldados de que la patria es un negocio y que el sentido del honor era una vaina inventada por el gobierno para que las tropas pelearan gratis, y fue por evitar la repetición de tantos males que les concedí el derecho de disfrutar de nuestros mares territoriales en la forma en que lo consideren conveniente a los intereses de la humanidad y la paz entre los pueblos, en el entendimiento de que dicha cesión comprendía no sólo las aguas físicas visibles desde la ventana de su dormitorio hasta el horizonte sino todo cuanto se entiende por mar en el sentido más amplio, o sea la fauna y la flora propias de dichas aguas, su régimen de vientos, la veleidad de sus milibares, todo, pero nunca me pude imaginar que eran capaces de hacer lo que hicieron de llevarse con gigantescas dragas de succión las esclusas numeradas de mi viejo mar de ajedrez en cuyo cráter desgarrado vimos aparecer los lamparazos instantáneos de los restos sumergidos de la muy antigua ciudad de Santa María del Darién arrasada por la marabunta, vimos la nave capitana del almirante mayor de la mar océana tal como yo la había visto desde mi ventana, madre, estaba idéntica, atrapada por un matorral de percebes que las muelas de las dragas arrancaron de raíz antes de que él tuviera tiempo de ordenar un homenaje digno del tamaño histórico de aquel naufragio, se llevaron todo cuanto había sido la razón de mis guerras y el motivo de su poder y sólo dejaron la llanura desierta de áspero polvo lunar que él veía al pasar por las ventanas con el corazón oprimido clamando madre mía Bendición Alvarado ilumíname con tus luces más sabias, pues en aquellas noches de postrimerías lo despertaba el espanto de que los muertos de la patria se incorporaban en sus tumbas para pedirle cuentas del mar, sentía los arañazos en los muros, sentía las voces insepultas, el horror de las miradas póstumas que acechaban por las cerraduras el rastro de sus grandes patas de saurio moribundo en el pantano humeante de las últimas ciénagas de salvación de la casa en tinieblas, caminaba sin tregua en el crucero de los alisios tardíos y los mistrales falsos de la máquina de vientos que le había regalado el embajador Eberhart para que se notara menos el mal negocio del mar, veía en la cúspide de los arrecifes la lumbre solitaria de la casa de reposo de los dictadores asilados que duermen como bueyes sentados mientras yo padezco, malparidos, se acordaba de los ronquidos de adiós de su madre Bendición Alvarado en la mansión de los suburbios, su buen dormir de pajarera en el cuarto alumbrado por la vigilia del orégano, quién fuera ella, suspiraba, madre feliz dormida que nunca se dejó asustar por la peste, ni se dejó intimidar por el amor ni se dejó acoquinar por la muerte, y en cambio él estaba tan aturdido que hasta las ráfagas del faro sin mar que intermitían en las ventanas le parecieron sucias de los muertos, huyó despavorido de la fantástica luciérnaga sideral que fumigaba en su órbita de pesadilla giratoria los efluvios temibles del polvo luminoso del tuétano de los muertos, que lo apaguen, gritó, lo apagaron, mandó a calafatear la casa por dentro y por fuera para que no pasaran por los resquicios de puertas y ventanas ni escondidos en otras fragancias los hálitos más tenues de la sarna de los aires nocturnos de la muerte, se quedó en las tinieblas, tamaleando, respirando a duras penas en el calor sin aire, sintiéndose pasar por espejos oscuros, caminando de miedo, hasta que oyó un tropel de pezuñas en el cráter del mar y era la luna que se alzaba con sus nieves decrépitas, pavorosa, que la quiten, gritó, que apaguen las estrellas, carajo, orden de Dios, pero nadie acudió a sus gritos, nadie lo oyó, salvo los paralíticos que despertaron asustados en las antiguas oficinas, los ciegos en las escaleras, los leprosos perlados del sereno que se alzaron a su paso en los rastrojos de las primeras rosas para implorar de sus manos la sal de la salud, y entonces fue cuando sucedió, incrédulos del mundo entero, idólatras de mierda, sucedió que él nos tocó la cabeza al pasar, uno por uno, nos tocó a cada uno en el sitio de nuestros defectos con una mano lisa y sabia que era la mano de la verdad, y en el instante en que nos tocaba recuperábamos la salud del cuerpo y el sosiego del alma y recobrábamos la fuerza y la conformidad de vivir, y vimos a los ciegos encandilados por el fulgor de las rosas, vimos a los tullidos dando traspiés en las escaleras y vimos esta mi propia piel de recién nacido que voy mostrando por las ferias del mundo entero para que nadie se quede sin conocer la noticia del prodigio y esta fragancia de lirios prematuros de las cicatrices de mis llagas que voy regando por la faz de la tierra para escarnio de infieles y escarmiento de libertinos, lo gritaban por ciudades y veredas, en fandangos y procesiones, tratando de infundir en las muchedumbres el pavor del milagro, pero nadie pensaba que fuera cierto, pensábamos que era uno más de los tantos áulicos que mandaban a los pueblos con un viejo bando de merolicos para tratar de convencernos de lo último que nos faltaba creer que él había devuelto el cutis a los leprosos, la luz a los ciegos, la habilidad a los paralíticos, pensábamos que era el último recurso del régimen para llamar la atención sobre un presidente improbable cuya guardia personal estaba reducida a una patrulla de reclutas en contra del criterio unánime del consejo de gobierno que había insistido que no mi general, que era indispensable una protección más rígida, por lo menos una unidad de rifleros mi general, pero él se había empecinado en que nadie tiene necesidad ni ganas de matarme, ustedes son los únicos, mis ministros inútiles, mis comandantes ociosos, sólo que no se atreven ni se atreverán a matarme nunca porque saben que después tendrán que matarse los unos a los otros, de modo que sólo quedó la guardia de reclutas para una casa extinguida donde las vacas andaban sin ley desde el primer vestíbulo hasta la sala de audiencias, se habían comido las praderas de flores de los gobelinos mi general, se habían comido los archivos, pero él no oía, había visto subir la primera vaca una tarde de octubre en que era imposible permanecer a la intemperie por las furias del aguacero, había tratado de espantarla con las manos, vaca, vaca, recordando de pronto que vaca se escribe con ve de vaca, la había visto otra vez comiéndose las pantallas de las lámparas en un época de la vida en que empezaba a comprender que no valía la pena moverse hasta las escaleras para espantar una vaca, había encontrado dos en la sala de fiestas exasperadas por las gallinas que se subían a picotearles las garrapatas del lomo, así que en las noches recientes en que veíamos luces que parecían de navegación y oíamos desastres de pezuñas de animal grande detrás de las paredes fortificadas era porque él andaba con el candil de mar disputándose con las vacas un sitio donde dormir mientras afuera continuaba su vida pública sin él, veíamos a diario en los periódicos del régimen las fotografías de ficción de las audiencias civiles y militares en que nos lo mostraban con un uniforme distinto según el carácter de cada ocasión, oíamos por la radio las arengas repetidas todos los años desde hacía tantos  años en las fechas mayores de las efemérides de la patria, estaba presente en nuestras vidas al salir de la casa, al entrar en la iglesia, al comer y al dormir, cuando era de dominio público que apenas si podía con sus rústicas botas de caminante irredento en la casa decrépita cuyo servicio se había reducido entonces a tres o cuatro ordenanzas que le daban de comer y mantenían bien provistos los escondites de la miel de abejas y espantaron las vacas que habían hecho estragos en el estado mayor de mariscales de porcelana de la oficina prohibida donde él había de morir según algún pronóstico de pitonisas que él mismo había olvidado, permanecían pendientes de sus órdenes casuales hasta que colgaba la lámpara en el dintel y oían el estrépito de los tres cerrojos, los tres pestillos, las tres aldabas del dormitorio enrarecido por la falta del mar, y entonces se retiraban a sus cuartos de la planta baja convencidos de que él estaba a merced de sus sueños de ahogado solitario hasta el amanecer, pero se despertaba a saltos imprevistos, pastoreaba el insomnio, arrastraba sus grandes patas de aparecido por la inmensa casa en tinieblas apenas perturbada por la parsimoniosa digestión de las vacas y la respiración obtusa de las gallinas dormidas en las perchas de los virreyes, oía vientos de lunas en la oscuridad, sentía los pasos del tiempo en la oscuridad, veía a su madre Bendición Alvarado barriendo en la oscuridad con la escoba de ramas verdes con que había barrido la hojarasca de ilustres varones chamuscados de Cornelio Nepote en el texto original, la retórica inmemorial de Livio Andrónico y Cecilio Estato que estaban reducidos a basura de oficinas la noche de sangre en que él entró por primera vez en la casa mostrenca del poder mientras afuera resistían las últimas barricadas suicidas del insigne latinista el general Lautaro Muñoz a quien Dios tenga en su santo reino, habían atravesado el patio bajo el resplandor de la ciudad en llamas saltando por encima de los bultos muertos de la guardia personal del presidente ilustrado, él tiritando por la calentura de las tercianas y su madre Bendición Alvarado sin más armas que la escoba de ramas verdes, subieron las escaleras tropezando en la oscuridad con los cadáveres de los caballos de la espléndida escudería presidencial que todavía se desangraban desde el primer vestíbulo hasta la sala de audiencias, era difícil respirar dentro de la casa cerrada por el olor de pólvora agria de la sangre de los caballos, vimos huellas descalzas de pies ensangrentados con sangre de caballos en los corredores, vimos palmas de manos estampadas con sangre de caballos en las paredes, y vimos en el lago de sangre de la sala de audiencias el cuerpo desangrado de una hermosa florentina en traje de noche con un sable de guerra clavado en el corazón, y era la esposa del presidente, y vimos a su lado el cadáver de una niña que parecía una bailarina de juguete de cuerda con un tiro de pistola en la frente, y era su hija de nueve años, y vieron el cadáver de cesar garibaldino del presidente Lautaro Muñoz, el más diestro y capaz de los catorce generales federalistas que se habían sucedido en el poder por atentados sucesivos durante once años de rivalidades sangrientas pero también el único que se atrevió a decirle que no en su propia lengua al cónsul de los ingleses, y ahí estaba tirado como un lebrancho, descalzo, padeciendo el castigo de su temeridad con el cráneo astillado por un tiro de pistola que se disparó en el paladar después de matar a su mujer y a su hija y a sus cuarenta y dos caballos andaluces para que no cayeran en poder de la expedición punitiva de la escuadra británica, y entonces fue cuando el comandante Kitchener me dijo señalando el cadáver que ya lo ves, general, así es cómo terminan los que levantan la mano contra su padre, no se te olvide cuando estés en tu reino, le dijo, aunque ya estaba, al cabo de tantas noches de insomnios de espera, tantas rabias aplazadas, tantas humillaciones digeridas, ahí estaba, madre, proclamado comandante supremo de las tres armas y presidente de la república por tanto tiempo cuanto fuera necesario para el restablecimiento del orden y el equilibrio económico de la nación, lo habían resuelto por unanimidad los últimos caudillos de la federación con el acuerdo del senado y la cámara de diputados en pleno y el respaldo de la escuadra británica por mis tantas y tan difíciles noches de dominó con el cónsul Macdonall, sólo que ni yo ni nadie lo creyó al principio, por supuesto, quién lo iba a creer en el tumulto de aquella noche de espanto si la propia Bendición Alvarado no acababa todavía de creerlo en su lecho de podredumbre cuando evocaba el recuerdo del hijo que no encontraba por dónde empezar a gobernar en aquel desorden, no hallaban ni una hierba de cocimiento para la calentura en aquella casa inmensa y sin muebles en la cual no quedaba nada de valor sino los óleos apolillados de los virreyes y los arzobispos de la grandeza muerta de España, todo lo demás se lo habían ido llevando poco a poco los presidentes anteriores para sus dominios privados, no dejaron ni rastro del papel de colgaduras de episodios heroicos en las paredes, los dormitorios estaban llenos de desperdicios de cuartel, había por todas partes vestigios olvidados de masacres históricas y consignas escritas con un dedo de sangre por presidentes ilusorios de una sola noche, pero no había siquiera un petate donde acostarse a sudar una calentura, de modo que su madre Bendición Alvarado arrancó una cortina para envolverme y lo dejó acostado en un rincón de la escalera principal mientras ella barrió con la escoba de ramas verdes los aposentos presidenciales que estaban acabando de saquear los ingleses, barrió el piso completo defendiéndose a escobazos de esta pandilla de filibusteros que trataban de violarla detrás de las puertas, y un poco antes del alba se sentó a descansar junto al hijo aniquilado por los escalofríos, envuelto en la cortina de peluche, sudando a chorros en el último peldaño de la escalera principal de la casa devastada mientas ella trataba de bajarle la calentura con sus cálculos fáciles de que no te dejes acoquinar por este desorden, hijo, es cuestión de comprar unos taburetes de cuero de los más baratos y se les pintan flores y animales de colores, yo misma los pinto, decía, es cuestión de comprar unas hamacas para cuando haya visitas, sobre todo eso, hamacas, porque en una casa como ésta deben llegar muchas visitas a cualquier hora sin avisar, decía, se compra una mesa de iglesia para comer, se compran cubiertos de hierro y platos de peltre para que aguanten la mala vida de la tropa, se compra un tinajero decente para el agua de beber y un anafe de carbón y ya está, al fin y al cabo es plata del gobierno, decía para consolarlo, pero él no la escuchaba, abatido por las primeras malvas del amanecer que iluminaban en carne viva el lado oculto de la verdad, consciente de no ser nada más que un anciano de lástima que temblaba de fiebre sentado en las escaleras pensando sin amor madre mía Bendición Alvarado de modo que ésta era toda la vaina, carajo, de modo que el poder era aquella casa de náufragos, aquel olor humano de caballo quemado, aquella aurora desolada de otro doce de agosto igual a todos era la fecha del poder, madre, en qué vaina nos hemos metido, padeciendo la desazón original, el miedo atávico del nuevo siglo de tinieblas que se alzaba en el mundo sin su permiso, cantaban los gallos en el mar, cantaban los ingleses en inglés recogiendo los muertos del patio cuando su madre Bendición Alvarado terminó las cuentas alegres con el saldo de alivio de que no me asustan las cosas de comprar y los oficios por hacer, nada de eso, hijo, lo que me asusta es la cantidad de sábanas que habrá que lavar en esta casa, y entonces fue él quien se apoyó en la fuerza de su desilusión para tratar de consolarla con que duerma tranquila, madre, en este país no hay presidente que dure, le dijo, ya verá como me tumban antes de quince días, le dijo, y no sólo lo creyó entonces sino que lo siguió creyendo en cada instante de todas las horas de su larguísima vida de déspota sedentario, tanto más cuanto más lo convencía la vida de que los largos años del poder no traen dos días iguales, que habría siempre una intención oculta en los propósitos de un primer ministro cuando éste soltaba la deflagración deslumbrante de la verdad en el informe de rutina del miércoles, y él apenas sonreía, no me diga la verdad, licenciado, que corre el riesgo de que se la crea, desbaratando con aquella sola frase toda una laboriosa estrategia del consejo de gobierno para tratar de que firmara sin preguntar, pues nunca me pareció más lúcido que cuando más convincentes se hacían los rumores de que él se orinaba en los pantalones sin darse cuenta durante las visitas oficiales, me parecía más severo a medida que se hundía en el remanso de la decrepitud con unas pantuflas de desahuciado y los espejuelos de una sola pata amarrada con hilo de coser y su índole se había vuelto más intensa y su instinto más certero para apartar lo que era inoportuno y firmar lo que convenía sin leerlo, qué carajo, si al fin y al cabo nadie me hace caso, sonreía, fíjese que había ordenado que pusieran una tranca en el vestíbulo para que las vacas no se treparan por las escaleras, y ahí estaba otra vez, vaca, vaca, había metido la cabeza por la ventana de la oficina y se estaba comiendo las flores de papel del altar de la patria, pero él se limitaba a sonreír que ya ve lo que le digo, licenciado, lo que tiene jodido a este país es que nadie me ha hecho caso nunca, decía, y lo decía con una claridad de juicio que no parecía posible a su edad, aunque el embajador Kippling contaba en sus memorias prohibidas que por esa época lo había encontrado en un penoso estado de inconsciencia senil que ni siquiera le permitía valerse de sí mismo para los actos más pueriles, contaba que lo encontró ensopado de una materia incesante y salobre que le manaba de la piel, que había adquirido un tamaño descomunal de ahogado y una placidez lenta de ahogado a la deriva y se había abierto la camisa para mostrarme el cuerpo tenso y lúcido de ahogado de tierra firme en cuyos resquicios estaban proliferando parásitos de escollos de fondo de mar, tenía rémora de barco en la espalda, tenía pólipos y crustáceos microscópicos en las axilas, pero estaba convencido de que aquellos retoños de acantilados eran apenas los primeros síntomas del regreso espontáneo del mar que ustedes se llevaron, mi querido Johnson, porque los mares son como los gatos, dijo, vuelven siempre, convencido de que los bancos de percebes de sus ingles eran el anuncio secreto de un amanecer feliz en que iba a abrir la ventana de su dormitorio y había de ver de nuevo las tres carabelas del almirante de la mar océana que se había cansado de buscar por el mundo entero para ver si era cierto lo que le habían dicho que tenía las manos lisas como él y como tantos otros grandes de la historia, había ordenado traerlo, incluso por la fuerza, cuando otros navegantes le contaron que lo habían visto cartografiando las ínsulas innumerables de los mares vecinos, cambiando por nombres de reyes y de santos sus viejos nombres de militares mientras buscaba en la ciencia nativa lo único que le interesaba de veras que era descubrir algún tricófero magistral para su calvicie incipiente, habíamos perdido la esperanza de encontrarlo de nuevo cuando él lo reconoció desde la limusina presidencial disimulado dentro de un hábito pardo con el cordón de San Francisco en la cintura haciendo sonar una matraca de penitente entre las muchedumbres dominicales del mercado público y sumido en tal estado de penuria moral que no podía creerse que fuera el mismo que habíamos visto entrar en la sala de audiencias con el uniforme carmesí y las espuelas de oro y la andadura solemne de bogavante en tierra firme, pero cuando trataron de subirlo en la limusina por orden suya no encontramos ni rastros mi general, se lo tragó la tierra, decían que se había vuelto musulmán, que había muerto de pelagra en el Senegal y había sido enterrado en tres tumbas distintas de tres ciudades diferentes del mundo aunque en realidad no estaba en ninguna, condenado a vagar de sepulcro en sepulcro hasta la consumación de los siglos por la suerte torcida de sus empresas, porque ese hombre tenía la pava, mi general, era más cenizo que el oro, pero él no lo creyó nunca, seguía esperando que volviera en los extremos últimos de su vejez cuando el ministro de la salud le arrancaba con unas pinzas las garrapatas de buey que le encontraba en el cuerpo y él insistía en que no eran garrapatas, doctor, es el mar que vuelve, decía, tan seguro de su criterio que el ministro de la salud había pensado muchas veces que él no era tan sordo como hacía creer en público ni tan despalomado como aparentaba en las audiencias incómodas, aunque un examen de fondo había revelado que tenía las arterias de vidrio, tenía sedimentos de arena de playa en los riñones y el corazón agrietado por falta de amor, así que el viejo médico se escudó en una antigua confianza de compadre para decirle que ya es hora de que entregue los trastos mi general, resuelva por lo menos en qué manos nos va a dejar, le dijo, sálvenos del desmadre, pero él le preguntó asombrado que quién le ha dicho que yo me pienso morir, mi querido doctor, que se mueran otros, qué carajo, y terminó con ánimo de burla que hace dos noches me vi yo mismo en la televisión y me encontré mejor que nunca, como un toro de lidia, dijo, muerto de risa, pues se había visto entre brumas, cabeceando de sueño y con la cabeza envuelta en una toalla mojada frente a la pantalla sin sonido de acuerdo con los hábitos de sus últimas veladas de soledad, estaba de veras más resuelto que un toro de lidia ante el hechizo de la embajadora de Francia, o tal vez era de Turquía, o de Suecia, qué carajo, eran tantas iguales que no las distinguía y había pasado tanto tiempo que no se recordaba a sí mismo entre ellas con el uniforme de noche y una copa de champaña intacta en la mano durante la fiesta de aniversario del  12 de agosto, o en la conmemoración de la victoria del 14 de enero, o del renacimiento del 13 de marzo, qué sé yo, si en el galimatías de fechas históricas del régimen había terminado por no saber cuándo era cuál ni cuál correspondía a qué ni le servían de nada los papelitos enrollados que con tan buen espíritu y tanto esmero había escondido en los resquicios de las paredes porque había terminado por olvidar qué era lo que debía recordar, los encontraba por casualidad en los escondites de la miel de abeja y había leído alguna vez que el 7 de abril cumple años el doctor Marcos de León, hay que mandarle un tigre de regalo, había leído, escrito de su puño y letra, sin la menor idea de quién era, sintiendo que no había un castigo más humillante ni menos merecido para un hombre que la traición de su propio cuerpo, había empezado a vislumbrarlo desde mucho antes de los tiempos inmemoriales de José Ignacio Sáenz de la Barra cuando tuvo conciencia de que apenas sabía quién era quién en las audiencias de grupo, un hombre como yo que era capaz de llamar por su nombre y su apellido a toda una población de las más remotas de su desmesurado reino de pesadumbre, y sin embargo había llegado al extremo contrario, había visto desde la carroza a un muchacho conocido entre la muchedumbre y se había asustado tanto de no recordar dónde lo había visto antes que lo hice arrestar por la escolta mientras me acordaba, un pobre hombre de monte que estuvo 22 años en un calabozo repitiendo la verdad establecida desde el primer día en el expediente judicial, que se llamaba Braulio Linares Moscote, que era hijo natural pero reconocido de Marcos Linares, marinero de agua dulce, y de Delfina Moscote, criadora de perros tigreros, ambos con domicilio conocido en el Rosal del Virrey, que estaba por primera vez en la ciudad capital de este reino porque su madre lo había mandado a vender dos cachorros en los juegos florales de marzo, que había llegado en un burro de alquiler sin más ropas que las que llevaba puestas al amanecer del mismo jueves en que lo arrestaron, que estaba en un tenderete del mercado público tomándose un pocillo de café cerrero mientras les preguntaba a las fritangueras si no sabían de alguien que quisiera comprar dos cachorros cruzados para cazar tigres, que ellas le habían contestado que no cuando empezó el tropel de los redoblantes, las cornetas, los cohetes, la gente que gritaba que ya viene el hombre, ahí viene, que preguntó quién era el hombre y le habían contestado que quién iba a ser, el que manda, que metió los cachorros en un cajón para que las fritangueras le hicieran el favor de cuidármelos mientras vuelvo, que se trepó en el travesaño de una ventana para mirar por encima del gentío y vio la escolta de caballos con gualdrapas de oro y morriones de plumas, vio la carroza con el dragón de la patria, el saludo de una mano con un guante de trapo, el semblante lívido, los labios taciturnos sin sonrisa del hombre que mandaba, los ojos tristes que lo encontraron de pronto como a una aguja en un monte de agujas, el dedo que lo señaló, ése, el que está trepado en la ventana, que lo arresten mientras me acuerdo dónde lo he visto, ordenó, así que me agarraron a golpes, me desollaron a planazos de sable, me asaron en una parrilla para que confesara dónde me había visto antes el hombre que mandaba, pero no habían conseguido arrancarle otra verdad que la única en el calabozo de horror de la fortaleza del puerto y la repitió con tanta convicción y tanto valor personal que él terminó por admitir que se había equivocado, pero ahora no hay remedio, dijo, porque lo habían tratado tan mal que si no era un enemigo ya lo es, pobre hombre, de modo que se pudrió vivo en el calabozo mientras yo deambulaba por esta casa de sombras pensando madre mía Bendición Alvarado de mis buenos tiempos, asísteme, mírame cómo estoy sin el amparo de tu manto, clamando a solas que no valía la pena haber vivido tantos fastos de gloria si no podía evocarlos para solazarse con ellos y alimentarse de ellos y seguir sobreviviendo por ellos en los pantanos de la vejez porque hasta los dolores más intensos y los instantes más felices de sus tiempos grandes se le habían escurrido sin remedio por las troneras de la memoria a pesar de sus tentativas cándidas de impedirlo con tapones de papelitos enrollados, estaba castigado a no saber jamás quién era esta Francisca Linero de 96 años que había ordenado enterrar con honores de reina de acuerdo con otra nota escrita de su propia mano, condenado a gobernar a ciegas con once pares de gafas inútiles escondidos en la gaveta del escritorio para disimular que en realidad conversaba con espectros cuyas voces no alcanzaba apenas a descifrar, cuya identidad adivinaba por señales de instinto, sumergido en un estado de desamparo cuyo riesgo mayor se le había hecho evidente en una audiencia con su ministro de guerra en que tuvo la mala suerte de estornudar una vez y el ministro de guerra le dijo salud mi general, y había estornudado otra vez y el ministro de guerra volvió a decir salud mi general, y otra vez, salud mi general, pero después de nueve estornudos consecutivos no le volví a decir salud mi general sino que me sentí aterrado por la amenaza de aquella cara descompuesta de estupor, vi los ojos ahogados de lágrimas que me escupieron sin piedad desde el tremedal de la agonía, vi la lengua de ahorcado de la bestia decrépita que se me estaba muriendo en los brazos sin un testigo de mi inocencia, sin nadie, y entonces no se me ocurrió nada más que escapar de la oficina antes de que fuera demasiado tarde, pero él me lo impidió con una ráfaga de autoridad gritándome entre dos estornudos que no fuera cobarde brigadier Rosendo Sacristán, quédese quieto, carajo, que no soy tan pendejo para morirme delante de usted, gritó, y así fue, porque siguió estornudando hasta el borde de la muerte, flotando en un espacio de inconsciencia poblado de luciérnagas de mediodía pero aferrado a la certeza de que su madre Bendición Alvarado no había de depararle la vergüenza de morir de un acceso de estornudos en presencia de un inferior, ni de vainas, primero muerto que humillado, mejor vivir con vacas que con hombres capaces de dejarlo morir a uno sin honor, qué carajo, si no había vuelto a discutir sobre Dios con el nuncio apostólico para que no se diera cuenta de que él tomaba el chocolate con cuchara, ni había vuelto a jugar dominó por temor de que alguien se atreviera a perder por lástima, no quería ver a nadie, madre, para que nadie descubriera que a pesar de la vigilancia minuciosa de su propia conducta, a pesar de sus ínfulas de no arrastrar los pies planos que al fin y al cabo había arrastrado desde siempre, a pesar del pudor de sus años se sentía al borde del abismo de pena de los últimos dictadores en desgracia que él mantenía más presos que protegidos en la casa de los acantilados para que no contaminaran al mundo con la peste de su indignidad, lo había padecido a solas la mala mañana en que se quedó dormido dentro del estanque del patio privado cuando tomaba el baño de aguas medicinales, soñaba contigo, madre, soñaba que eras tú quien hacía las chicharras que se reventaban de tanto pitar sobre mi cabeza entre las ramas florecidas del almendro de la vida real, soñaba que eras tú quien pintaba con tus pinceles las voces de colores de las oropéndolas cuando se despertó sobresaltado por el eructo imprevisto de sus tripas en el fondo del agua, madre, despertó congestionado de rabia en el estanque pervertido de mi vergüenza donde flotaban los lotos aromáticos del orégano y la malva, flotaban los azahares nuevos desprendidos del naranjo, flotaban las hicoteas alborozadas con la novedad del reguero de cagarrutas doradas y tiernas de mi general en las aguas fragantes, qué vaina, pero él había sobrevivido a esa y a tantas otras infamias de la edad y había reducido al mínimo el personal de servicio para afrontarlas sin testigos, nadie lo había de ver vagando sin rumbo por la casa de nadie durante días enteros y noches completas con la cabeza envuelta en trapos ensopados de barín, gimiendo de desesperación contra las paredes, empalagado de tabonucos, enloquecido por el dolor de cabeza insoportable del que nunca le habló ni a su médico personal porque sabía que no era más que uno más de los tantos dolores inútiles de la decrepitud, lo sentía llegar como un trueno de piedras desde mucho antes de que aparecieron en el cielo los nubarrones de la borrasca y ordenaba que nadie me moleste cuando apenas había empezado a girar el torniquete en las sienes, que nadie entre en esta casa pase lo que pase, ordenaba, cuando sentía crujir los huesos del cráneo con la segunda vuelta del torniquete, ni Dios si viene, ordenaba, ni si me muero yo, carajo, ciego de aquel dolor desalmado que no le concedía ni un instante de tregua para pensar hasta el fin de los siglos de desesperación en que se desplomaba la bendición de la lluvia, y entonces nos llamaba, lo encontrábamos recién nacido con la mesita lista para la cena frente a la pantalla muda de la televisión, le servíamos carne guisada, frijoles con tocino, arroz de coco, tajadas de plátano frito, una cena inconcebible a su edad que él dejaba enfriar sin probarla siquiera mientras veía la misma película de emergencia en la televisión, consciente de que algo quería ocultarle el gobierno si habían vuelto a pasar el mismo programa de circuito cerrado sin advertir siquiera que los rollos de la película estaban invertidos, qué carajo, decía, tratando de olvidar lo que quisieron ocultarle, si fuera algo peor ya se supiera, decía, roncando frente a la cena servida, hasta que daban las ocho en la catedral y se levantaba con el plato intacto y echaba la comida en el excusado como todas las noches a esa hora desde hacía tanto tiempo para disimular la humillación de que el estómago le rechazaba todo, para entretener con las leyendas de sus tiempos de gloria el rencor que sentía contra sí mismo cada vez que incurría en un acto detestable de descuidos de viejo, para olvidar que apenas vivía, que era él y nadie más quien escribía en las paredes de los retretes que viva el general, viva el macho, que se había tomado a escondidas una pócima de curanderos para estar cuantas veces quisiera en una sola noche y hasta tres veces cada vez con tres mujeres distintas y había pagado aquella ingenuidad senil con lágrimas de rabia más que de dolor aferrado a las argollas del retrete llorando madre mía Bendición Alvarado de mi corazón, aborréceme, purifícame con tus aguas de fuego, cumpliendo con orgullo el castigo de su candidez porque sabía de sobra que lo que entonces le faltaba y le había faltado siempre en la cama no era honor sino amor, le faltaban mujeres menos áridas que las que me servía mi compadre el ministro canciller para que no perdiera la buena costumbre desde que clausuraron la escuela vecina, hembras de carne sin hueso para usted solo mi general, mandadas por avión con franquicia oficial de las vitrinas de Amsterdam, de los concursos del cine de Budapest, del mar de Italia mi general, mire qué maravilla, las más bellas del mundo entero que él encontraba sentadas con una decencia de maestras de canto en la penumbra de la oficina, se desnudaban como artistas, se acostaban en el diván de peluche con las tiras del traje de baño impresas en negativo de fotografía sobre el pellejo tibio de melaza de oro, olían a dentífricos de mentol, a flores de frasco, acostadas junto al enorme buey de cemento que no quiso quitarse la ropa militar mientras yo trataba de alentarlo con mis recursos más caros hasta que él se cansó de padecer los apremios de aquella belleza alucinante de pescado muerto y le dije que ya estaba bien, hija, métete a monja, tan deprimido por su propia desidia que aquella noche al golpe de las ocho sorprendió a una de las mujeres encargadas de la ropa de los soldados y la derribó de un zarpazo sobre las bateas del lavadero a pesar de que ella trató de escapar con el recurso de susto de que hoy no puedo general, créamelo, estoy con el vampiro, pero él la volteó bocabajo en las tablas de lavar y la sembró al revés con un ímpetu bíblico que la pobre mujer sintió en el alma con el crujido de la muerte y resolló qué bárbaro general, usted ha debido estudiar para burro, y él se sintió más halagado con aquel gemido de dolor que con los ditirambos más frenéticos de sus aduladores de oficio y le asignó a la lavandera una pensión vitalicia para la educación de sus hijos, volvió a cantar después de tantos años cuando les daba el pienso a las vacas en los establos de ordeño, fúlgida luna del mes de enero, cantaba, sin pensar en la muerte, porque ni aun en la última noche de su vida había de permitirse la flaqueza de pensar en algo que no fuera de sentido común, volvió a contar las vacas dos veces mientras cantaba eres la luz de mi sendero oscuro, eres mi estrella polar, y comprobó que faltaban cuatro, volvió al interior de la casa contando de paso las gallinas dormidas en las perchas de los virreyes, tapando las jaulas de los pájaros dormidos que contaba al ponerles encima las fundas de lienzo, cuarenta y ocho, puso fuego a las bostas diseminadas por las vacas durante el día desde el vestíbulo hasta la sala de audiencias, se acordó de una infancia remota que por primera vez era su propia imagen tiritando en el hielo del páramo y la imagen de su madre Bendición Alvarado que les arrebató a los buitres del muladar una tripa de carnero para el almuerzo, habían dado las once cuando recorrió otra vez la casa completa en sentido contrario alumbrándose con la lámpara mientras apagaba las luces hasta el vestíbulo, se vio a sí mismo uno por uno hasta catorce generales repetidos caminando con una lámpara en los espejos oscuros, vio una vaca despatarrada bocarriba en el fondo del espejo de la sala de música, vaca, vaca, dijo, estaba muerta, qué vaina, pasó por los dormitorios de la guardia para decirles que había una vaca muerta dentro de un espejo, ordenó que la saquen mañana temprano, sin falta, antes de que la casa se nos llene de gallinazos, ordenó, registrando con la luz las antiguas oficinas de la planta baja en busca de las otras vacas perdidas, eran tres, las buscó en los retretes, debajo de las mesas, dentro de cada uno de los espejos, subió a la planta principal registrando los cuartos cuarto por cuarto y sólo encontró una gallina echada bajo el mosquitero de punto rosado de una novicia de otros tiempos cuyo nombre había olvidado, tomó la cucharada de miel de abejas de antes de acostarse, volvió a poner el frasco en el escondite donde había uno de sus papelitos con la fecha de algún aniversario del insigne poeta Rubén Darío a quien Dios tenga en la silla más alta de su santo reino, volvió a enrollar el papelito y lo dejó en su sitio mientras rezaba de memoria la oración certera de padre y maestro mágico liróforo celeste que mantienes a flote los aeroplanos en el aire y los trasatlánticos en el mar, arrastrando sus grandes patas de desahuciado insomne a través de las últimas albas fugaces de amaneceres verdes de las vueltas del faro, oía los vientos en pena del mar que se fue, oía la música del ánima de una parranda de bodas en que estuvo a punto de morir por la espalda en un descuido de Dios, encontró una vaca extraviada y le cerró el paso sin tocarla, vaca, vaca, regresó al dormitorio, iba viendo al pasar frente a las ventanas el pataco de luces de la ciudad sin mar en todas las ventanas, sintió el vapor caliente del misterio de sus entrañas, el arcano de su respiración unánime, la contempló veintitrés veces sin detenerse y padeció para siempre como siempre la incertidumbre del océano vasto e inescrutable del pueblo dormido con la mano en el corazón, se supo aborrecido por quienes más lo amaban, se sintió alumbrado con velas de santos, sintió su nombre invocado para enderezar la suerte de las parturientas y cambiar el destino de los moribundos, sintió su memoria exaltada por los mismos que maldecían a su madre cuando veían los ojos taciturnos, los labios tristes, la mano de novia pensativa detrás de los cristales de acero transparente de los tiempos remotos de la limusina sonámbula y besábamos la huella de su bota en el barro y le mandábamos conjuros para una mala muerte en las noches de calor cuando veíamos desde los patios las luces errantes en las ventanas sin alma de la casa civil, nadie nos quiere, suspiró, asomado al antiguo dormitorio de pajarera exangüe pintora de oropéndolas de su madre Bendición Alvarado con el cuerpo sembrado de verdín, que pase buena muerte, madre, le dijo, muy buena muerte, hijo, le contestó ella en la cripta, eran las doce en punto cuando colgó la lámpara en el dintel herido en las entrañas por la torcedura mortal de los silbidos tenues del horror de la hernia, no había más ámbito en el mundo que el de su dolor, pasó los tres cerrojos del dormitorio por última vez, pasó los tres pestillos, las tres aldabas, padeció el holocausto final de la micción exigua en el excusado portátil, se tiró en el suelo pelado con el pantalón de manta cerril que usaba para estar en casa desde que puso término a las audiencias, con la camisa a rayas sin el cuello postizo y las pantuflas de inválido, se tiró bocabajo, con el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada, y se durmió en el acto, pero a las dos y diez despertó con la mente varada y con la ropa embebida en un sudor pálido y tibio de vísperas de ciclón, quién vive, preguntó estremecido por la certidumbre de que alguien lo había llamado en el sueño con un nombre que no era el suyo, Nicanor, y otra vez, Nicanor, alguien que tenía la virtud de meterse en su cuarto sin quitar las aldabas porque entraba y salía cuando quería atravesando las paredes, y entonces la vio, era la muerte mi general, la suya, vestida con una túnica de harapos de fique de penitente, con el garabato de palo en la mano y el cráneo sembrado de retoños de algas sepulcrales y flores de tierra en la fisura de los huesos y los ojos arcaicos y atónitos en las cuencas descarnadas, y sólo cuando la vio de cuerpo entero comprendió que lo hubiera llamado Nicanor Nicanor que es el nombre con que la muerte nos conoce a todos los hombres en el instante de morir, pero él dijo que no, muerte, que todavía no era su hora, que había de ser durante el sueño en la penumbra de la oficina como estaba anunciado desde siempre en las aguas premonitorias de los lebrillos, pero ella replicó que no, general, ha sido aquí, descalzo y con la ropa de menesteroso que llevaba puesta, aunque los que encontraron el cuerpo habían de decir que fue en el suelo de la oficina con el uniforme de lienzo sin insignias y la espuela de oro en el talón izquierdo para no contrariar los augurios de sus pitonisas, había sido cuando menos lo quiso, cuando al cabo de tantos y tantos años de ilusiones estériles había empezado a vislumbrar que no se vive, qué carajo, se sobrevive, se aprende demasiado tarde que hasta las vidas más dilatadas y útiles no alcanzan para nada más que para aprender a vivir, había conocido su incapacidad de amor en el enigma de la palma de sus manos mudas y en las cifras invisibles de las barajas y había tratado de compensar aquel destino infame con el culto abrasador del vicio solitario del poder, se había hecho víctima de su secta para inmolarse en las llamas de aquel holocausto infinito, se había cebado en la falacia y el crimen, había medrado en la impiedad y el oprobio y se había sobrepuesto a su avaricia febril y al miedo congénito sólo por conservar hasta el fin de los tiempos su bolita de vidrio en el puño sin saber que era un vicio sin término cuya saciedad generaba su propio apetito hasta el fin de todos los tiempos mi general, había sabido desde sus orígenes que lo engañaban para complacerlo, que le cobraban por adularlo, que reclutaban por la fuerza de las armas a las muchedumbres concentradas a su paso con gritos de júbilo y letreros venales de vida eterna al magnífico que es más antiguo que su edad, pero aprendió a vivir con esas y con todas las miserias de la gloria a medida que descubría en el transcurso de sus años incontables que la mentira es más cómoda que la duda, más útil que el amor, más perdurable que la verdad, había llegado sin asombro a la ficción de ignominia de mandar sin poder, de ser exaltado sin gloria y de ser obedecido sin autoridad cuando se convenció en el reguero de hojas amarillas de su otoño que nunca había de ser el dueño de todo su poder, que estaba condenado a no conocer la vida sino por el revés, condenado a descifrar las costuras y a corregir los hilos de la trama y los nudos de la urdimbre del gobelino de ilusiones de la realidad sin sospechar ni siquiera demasiado tarde que la única vida vivible era la de mostrar, la que nosotros veíamos de este lado que no era el suyo mi general, este lado de pobres donde estaba el reguero de hojas amarillas de nuestros incontables años de infortunio y nuestros instantes inasibles de felicidad, donde el amor estaba contaminado por los gérmenes de la muerte pero era todo el amor mi general, donde usted mismo era apenas una visión incierta de unos ojos de lástima a través de los visillos polvorientos de la ventanilla de un tren, era apenas el temblor de unos labios taciturnos, el adiós fugitivo de un guante de raso de la mano de nadie de un anciano sin destino que nunca supimos quién fue, ni cómo fue, ni si fue apenas un infundio de la imaginación, un tirano de burlas que nunca supo dónde estaba el revés y dónde estaba el derecho de esta vida que amábamos con una pasión insaciable que usted no se atrevió ni siquiera a imaginar por miedo de saber lo que nosotros sabíamos de sobra que era ardua y efímera pero que no había otra, general, porque nosotros sabíamos quiénes éramos mientras él se quedó sin saberlo para siempre con el dulce silbido de su potra de muerto viejo tronchado de raíz por el trancazo de la muerte, volando entre el rumor oscuro de las últimas hojas heladas de su otoño hacia la patria de tinieblas de la verdad del olvido, agarrado de miedo a los trapos de hilachas podridas del balandrán de la muerte y ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se echaban a las calles cantando los himnos de júbilo de la noticia jubilosa de su muerte y ajeno para siempre jamás a las músicas de liberación y los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado[8]

 

En sus últimas reflexiones el patriarca llega a una conclusión paradójica: el poder es no contar efectivamente con esta disponibilidad inaudita, es imaginarse poderoso, es caer preso de sus redes y rejas, que terminan convirtiendo a la encarnación simbólica del poder en un cautivo de este espacio estriado. El general dice, hablando con su madre muerta, que de modo que ésta era toda la vaina, carajo, de modo que el poder era aquella casa de náufragos, aquel olor humano de caballo quemado, aquella aurora desolada de otro doce de agosto igual a todos era la fecha del poder. El poder es una quimera que atrapa a perseguidores y perseguidos, gobernantes y gobernados, dominantes y dominados. Lo único que queda después de su conquista son las cenizas, los cadáveres dispersos, la desolación inmensa esparcida por el mismo fragor de la batalla.

El desenlace de El otoño del patriarca es el mismo anunciado en todos los capítulos, la soledad inmensa del que encarna simbólicamente el poder, atrapado por las redes tendidas por sus propios colaboradores obedientes. Quienes al querer cubrirlo de todo, al ocultarle lo que verdaderamente acaece, al querer protegerlo más allá de toda desilusión, terminan  convirtiéndose en sus carceleros. El símbolo del poder sólo sirve como símbolo, estorba como cuerpo real; cuando el cuerpo real pretende volver a sus antiguas andanzas de gloria lo mejor es impedírselo, pues la historia no se repite, ni siquiera como farsa; lo que ocurre es lo que parece la segunda vez no es más que el crepúsculo, en contraste con el alba. Se puede montar toda una simulación para convencer al dictador de la permanencia de su gloria; empero, esta simulación, engaña y atrapa incluso a sus colaboradores más pertinaces, a tal punto que ya no se sabe cuál es propaganda y cuál es el referente que se quiere ocultar.  El poder es este desierto de desolación, a pesar de las luces de neón colocadas en las ciudades para convencer al pueblo de la marcha inexorable del desarrollo y del progreso. Lo único que le queda a la encarnación del poder es la desilusión por haber vivido alejado de lo único que quería y ansiaba,  amor de verdad; lo único que le queda es el cuerpo decrépito y cansado dispuesto a morir. Sus recuerdos se le escapan, algunos quizás son retenidos por la ansiedad; empero, quizás afincados en la memoria de una manera deformada.

La metáfora histórica y la historia metafórica, relatada en El otoño del patriarca, es una interpretación intensa y condensada en las alegorías simbólicas de los entramados de los recorridos sociales de Abya Yala, llamada América latina y el Caribe. Alegorías simbólicas dibujadas y pintadas con los colores pasionales de los pueblos, por sus mezclas dinámicas, sus singularidades ancestrales persistentes, sus desplazamientos causados por la vorágine de la desposesión conmensurable del cataclismo inventado por los hombres, cataclismo llamado capitalismo. Alegorías simbólicas voluminosas cuyas expresiones culturales interpretan en las danzas, las canciones, la modulación transgresora de los cuerpos, las narrativas populares, las narrativas trasgresoras de escritores insomnes. El otoño del patriarca es un efluvio afectivo, imaginativo, de una racionalidad abigarrada, que busca descifrar la voluptuosidad de las composiciones sociales intempestivas de seres apasionados por sus espesores territoriales, por sus corrientes acuáticas, por sus bosques y selvas inmensas, que hacen como entramado ecológico de narrativas vitales, narrativas descifradas por las brujas y chamanes. Ante esta potencia creativa vital de los seres, las pretensiones del poder son miserables, además de contradictorias e impotentes.

La metáfora del despojamiento y la desposesión más expresiva es aquella cuando los gringos se llevaron el mar cobrándose la deuda externa no pagada. Se llevaron el mar con todo, con toda su biodiversidad, con todas sus corrientes de peces y sus poblaciones de camarones, que creen que sirven sólo para comérselos; es decir, sólo sirven para el comercio. Se llevaron las imágenes reflejadas en sus aguas, también los recuerdos y nostalgias navegantes fantásticas de la mar. Después de esta expropiación del mar quedaron los cráteres lunares erosionados ante la mirada impávida de los habitantes de la costa. Esta es una metáfora fuerte y alucinante que simboliza todo lo que se llevaron de nuestras tierras, todo lo que consideran que son recursos naturales, materias primas para la industria. En la historia larga de estos despojamientos y desposesiones los estados, los gobiernos, los gobernantes, jugaron un papel, en la mayoría de los casos, cómplice con esta extracción descarada de la naturaleza. El personaje simbólico de la novela, el patriarca, asiste a la emergencia de una reveladora convicción: de nada ha servido todo lo que se ha hecho para permanecer en el poder, al final, los que verdaderamente mandan se llevaron el mar; sacrificio imperdonable. 

 

Si hablamos de desenlaces de la trama, nos encontramos con que amigos y enemigos, antiguos y nuevos, nacionales y extranjeros, todos se juntaron y acordaron, como nunca antes, una vez muerto el patriarca, el reparto del botín. El poder, la reproducción del poder seguiría su curso, contra todo pronóstico apocalíptico,  que no imaginaba un más allá de lo que había conformado el paso de elefante del patriarca, ese horizonte cíclico del Estado encarnado en el símbolo del caudillo. El caudillo no es más que un símbolo, válido en las valoraciones imaginarias; en la historia efectiva, la mecánica de las fuerzas condiciona inexorablemente la marcha turbulenta de los eventos. Aunque fuesen tomados en su dramatismo, aunque fuesen leídos en los códigos políticos oficiales, aunque fuesen interpretados como condena en la cosmovisión fatalista del imaginario mesiánico de los pueblos, el tejido de los sucesos, de los eventos, de los hechos, acaecen respondiendo a la mecánica física de las fuerzas. Entonces, una es la historia imaginada, otra es la historia efectiva.

 

 

Hipótesis literario-políticas

 

1.   La metáfora es la matriz de las simbolizaciones, de las significaciones, de las imaginaciones estéticas, de las conceptualizaciones. La metáfora estalla en el entrelazamiento de las formas, los contenidos y las expresiones de los cuerpos.

 

2.   La racionalidad emerge en esta convulsión analógica, cuando se reflexiona sobre el acontecer de las formas. 

 

3.   El recurso a la metáfora, por parte de las sociedades humanas al constituir sus culturas, es una acción política, en el sentido del juego de las voluntades interviniendo en la invención y transformación de los mundos.

 

4.   La narrativa viene a ser la conformación de tramas figúrales, que hacen de memoria reflexiva, memoria interpretativa, componiendo explicaciones orientadoras en los recorridos creativos de la potencia social.

 

5.   Cuando la novela dibuja al anti-héroe, escapando de los mitos de la epopeya, da comienzo a una crítica integral, crítica que no disocia la transgresión corporal de la deconstrucción demoledora de los mitos modernos, entre ellos los paradigmas y modelos teóricos.

 

6.   El otoño del patriarca es una crítica del poder desde la crítica integral de las narrativas literarias.                                               

 

 

Formas de gobierno e “ideología”

Experiencia y narración

 

 

 

Dedicado a Alexandra Martínez, a Emiliano Terán Mantovani, a los y las jóvenes de las comunas que son defensores críticos del proceso. Por lo tanto combatientes contra los montajes burocráticos y las simulaciones demagógicas.

 

¿Son realmente progresistas los gobiernos llamados “progresistas”? Esta pregunta se encuentra  contenida o relacionada con otra: ¿Son realmente revolucionarios los gobiernos llamados “revolucionarios”? El problema de estas preguntas es que se las hace desde la historia[9], es decir, desde la interpretación de la experiencia, por lo tanto, se hace estas preguntas desde la representación. Se supone que se representa a unos gobiernos como “progresistas” a diferencia de otros gobiernos que son representados como “conservadores”.  Lo mismo respecto a los gobiernos llamados “revolucionarios”; habría, en contraste, gobiernos “contra-revolucionarios” o, si se quiere, “reaccionarios”.  Estos contrastes son representativos, es decir, son representaciones que ayudan a clasificar, lo que ayuda a describir, después a explicar. Se evalúa, se hace el análisis, desde el mundo de las representaciones, concretamente, desde un paradigma teórico. Sin embargo, el referente, en este caso aquello que se llama gobierno, no tiene por qué restringirse al atributo otorgado por la teoría, por la interpretación.  El atributo otorgado tiene un alcance metodológico, extendiéndonos, tiene un alcance epistemológico; en tanto que el primer alcance busca ordenar la información con el objeto de la investigación, y el segundo alcance persigue lograr la explicación del fenómeno en cuestión.

El gobierno de referencia no tiene por qué contener en sí el atributo otorgado por la teoría. Tiene un alcance teórico; es decir, explicativo, tiene vigencia en el campo teórico; empero, este atributo no es ninguna esencia, ninguna sustancia, ningún contenido, como materialidad social o, si se quiere, realidad. Si bien, las distinciones logradas por la explicación permiten, en la diferenciación y en el análisis, distinguir en la experiencia social formas de gobierno, y por lo tanto, sugerir comportamientos y relaciones diferentes en relación a estas formas distintas, no puede asumirse que los conceptos usados restrinjan definitivamente la complejidad.

Ante las evidencias de que hay más analogías entre gobiernos “progresistas” y “conservadores”, es menester volver a replantearse la caracterización de los gobiernos. En adelante propondremos otros recursos teóricos para abordar la temática política.

 

Redefinición de gobierno

 

El gobierno, en su singularidad, responde a combinaciones estructuradas, que aparecen como condiciones de posibilidad política, conjugadas con combinaciones casuales de cuadros humanos; es decir, perfiles individuales de gobernantes, funcionarios, legisladores, juristas, tribunales. Así como también combinaciones de esquemas de comportamiento y esquemas de acciones, más o menos limitadas u orientadas por pretensiones programáticas, condicionadas por la acumulación y disponibilidad de fuerzas y recursos. Hablamos entonces de una composición de singularidades, que dan lugar a un perfil político en el contexto de la malla institucional, de los límites de la estructura institucional llamada Estado. En esta composición múltiple, sujeta a variaciones imperceptibles, a variaciones de detalle, inclusive a crisis de gabinete, que responden a la propia crisis política, de la que el gobierno forma parte, se mantiene un perfil gubernamental. Perfil dibujado en las circunstancias reiteradas de estas combinaciones particulares, propias de singularidades subjetivas, aquejadas por las ansias y las premuras de poder. En este contexto de combinaciones y de composiciones, ciertas circunstancias pueden cobrar peso e incidir en el perfil perdurable del gobierno. Por ejemplo, cuando en el gobierno se encuentra un caudillo, el gobierno se forma siguiendo las pretensiones del caudillo, tomadas como indispensables por los entornos de alabadores y climas de sumisión de los funcionarios. En el lenguaje popular el nombre del caudillo se convierte en el nombre del gobierno; en los casos de larga perduración, en las temporalidades políticas, el nombre del caudillo se transfiere al nombre del Estado. Podemos hablar entonces ya no sólo de partido-Estado sino de caudillo-Estado. Aunque todo esto de los nombres dados al gobierno y al Estado se mueve en el campo de las representaciones, sobre todo en el imaginario popular, de alguna manera muestra las formas de los perfiles de gobierno, las formas de las combinaciones singulares, en ese clima político que llamamos gobierno, que Michel Foucault reconocía como gubernamentalidad[10].

Ciertamente la presencia o ausencia del caudillo no resume el conjunto de combinaciones en la composición del gobierno, hay otras combinaciones de singularidades, que hacen, en conjunto, al gobierno, quizás hasta más importantes en lo que respecta a la presencia o ausencia del caudillo. Algunas de estas combinaciones tienen que ver con la herencia de un estilo de gobierno; en algunos casos, esta herencia tiene que ver con habitus de la clase política; clase donde entran tantos los gobernantes circunstanciales, así como los funcionarios, los representantes, los juristas, los miembros de tribunales. Se trata de habitus relativos a los mandos, a las administraciones, a las prácticas y relaciones políticas. Habitus conformados largamente como costumbres y esquemas de comportamiento, también como prejuicios; es decir, como visiones de grupos y estratos dedicados o vinculados al gobierno. Se puede incluso hablar de una cierta inercia respecto a estas prácticas, relaciones, costumbres, visiones, que hacen a los habitus de la clase política. Cuando estos habitus pesan masivamente en el quehacer del gobierno imponen un curso inhibidor y limitante, postergando soluciones, peor aún, evitando cambios, incluso los más restringidos a modificaciones específicas.  

El sentido de gobierno, que tiene que ver con la acción de gobernar, se remonta al arte de la navegación; tiene que ver con el gobierno de las fuerzas con las que se enfrenta la nave, que tiene que ver con el conducir a buen destino la nave. Se trata de las fuerzas que enfrenta la nave, fuerzas que pueden hacer naufragar la nave, que, sin embargo, al mismo tiempo, son las fuerzas que posibilitan el movimiento de la nave y el curso de la nave. En este sentido, gobernar es más que dirigir, pues supone un conocimiento de las fuerzas, conocimiento que ayuda al aprovechamiento de las fuerza para la buena conducción de la nave. También se trata del gobierno de la tripulación que maneja la nave; por lo tanto, se trata del mando de los que maniobran la nave en su ruta marítima, aprovechando el desplazamiento de las fuerzas. Ahora bien, ¿dónde radica el sentido de gobierno, el sentido de gobernar, en la administración de las fuerzas o en mando de la tripulación? El gobierno de la nave comprende tanto el gobierno de las fuerzas como el gobierno de la tripulación; gobierno, este último, que puede ser entendido como la referencia al gobierno de otras fuerzas, esta vez, humanas. Ciertamente cuando la metáfora de gobierno se transfiere al gobierno de la polis, la connotación hace más hincapié en la ciudad, en los ciudadanos, si se quiere, en el gobierno del pueblo. La polis no es una nave; pero, ¿puede entenderse que enfrenta a fuerzas, por así decirlo, externas, o, mas bien, en contraste, se enfrenta a las fuerzas internas, las que componen la misma ciudad? Al respecto, el sentido de gobierno deja de tener una connotación meramente física, como en el caso del gobierno de la nave, sino que también adquiere una connotación ética; se habla de gobierno de sí mismo, de gobierno del oikos y del gobierno de la polis. El gobierno viene a ser el ocuparse de sí mismo, el conocerse a sí mismo, también el ocuparse de la familia, para poder ocuparse de la ciudad.  El arte de gobernar supone conocimiento, también supone técnicas y obviamente supone ética.

El concepto de gobierno en la modernidad adquiere otras connotaciones más amplias, como administrar el territorio, administrar los recursos del territorio, administrar las cosas, así como administrar a los seres humanos. Gobernar es tanto legislar, garantizar el cumplimiento de las leyes, así como llevar a buen término la gestión de la república. Como puede verse, este concepto de gobierno se concentra sobre todo en lo que podemos llamar las fuerzas internas, teniendo como base, el gobierno de los seres humanos, incorporando parte de las fuerzas, que pueden haberse considerado como fuerzas externas, ahora consideradas como fuerzas internas, debido a que forman parte del territorio soberano. La imagen de viaje del gobierno de la nave se transforma en la imagen temporal del periodo de la gestión. No es tanto la idea del viaje lo que prepondera sino la idea de cronograma, de cumplimiento de tareas, del cumplimiento de un plan o si se quiere del cumplimiento de un programa.

Hay distintas formas de gobierno, que Michel Foucault denomina como formas de gubernamentalidad, formas de gubernamentalidad que están vinculadas a formas de Estado. Hay pues una gubernamentalidad policial, vinculada al Estado absoluto, al control territorial del soberano; hay pues una gubernamentalidad republicana, vinculada al Estado-nación; hay pues una gubernamentalidad liberal, reforzada, ampliada, transformada, en gubernamentalidad neo-liberal, entendida por Foucault como biopolítica. Esta gubernamentalidad bio-política es aplicada como seguridad y teniendo como referente a la población. Foucault no encuentra la inversión a todo esto en una gubernamentalidad socialista; pues tal gubernamentalidad no existe;  lo que se ha dado es un retorno al Estado policial, paradójicamente, para cumplir tareas de emancipación igualitarias. Algo complicadamente contradictorio.

Podemos distinguir formas de gubernamentalidad, que, de acuerdo a las definiciones de Foucault,  parecen ser más estructurales, por así decirlo, más consolidadas; respondiendo a estrategias institucionalizadas, de formas de gobierno, que, para nosotros, resultan ser formas, mas bien, contingentes, de combinaciones más provisionales que estratégicas; por lo tanto, más coyunturales que de mediano y largo plazo. Aunque se pueden encontrar formas de gobierno entre estos perfiles contingentes y las formas de gubernamentalidad, que son formas perdurables, que tienden a tal efecto a un mediano plazo. Hablamos de formas de gobierno populistas, también de las imitaciones de estrategias neoliberales, que incursionan en el mundo contemporáneo. Hablamos de imitaciones de estrategias neoliberales, siguiendo a Foucault, pues él encuentra que el proyecto neoliberal nace teóricamente con Friedrich August von Hayek, discípulo de Friedrich von Wieser y de Ludwig von Mises, hablamos de la escuela austriaca liberal de economía[11]. Proyecto que es aplicado en la Alemania del Oeste, después de la derrota la Wehrmacht, de las fuerzas armadas de Alemania y el derrumbe del Tercer Reich. Es aplicado el proyecto neoliberal bajo el paradigma de la ortodoxia ordo-liberal, sobre las circunstancias del desarme alemán, de la renuncia, como condición de la rendición, a un Estado armado, por lo tanto, a un Estado soberano políticamente. En este contexto, la estrategia alternativa va a ser construir un Estado sobre la base de la soberanía económica, renunciando a la soberanía política. Es en esta situación de posguerra cuando se sugiere optar por el ciudadano-empresa, apostando sobre todo a la competencia, no tanto al libre mercado y a la libre empresa. Llamamos imitación neoliberal a las aplicaciones posteriores del proyecto pues ya no responden ostensiblemente al paradigma ordo-liberal, tampoco se trata de una aplicación que busca construir un Estado sobre la base del mercado, la economía, sin contar con la tutela de un Estado interventor, como había ocurrido en la anterior historia económica y política alemana. Se trata de políticas económicas generalizadas para el mundo, modelos administrativos y monetaristas elaborados por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Cuando se dice que el primer país en aplicarse el modelo neoliberal es Chile, durante la dictadura militar de Pinochet, esto puede ser cierto en lo que respecta a lo que llamamos imitación de la estrategia neoliberal alemana, pero no es cierto cuando nos referimos a una historia más larga del neoliberalismo, entendido por Foucault como bio-política.  

 

Las formas de gobierno populistas no han logrado establecer una forma de gubernamentalidad, en el sentido que Foucault define la gubernamentalidad, como institucionalidad estratégica que combina control espacial, control de la población, retomando formas de modulación de los cuerpos. Los gobiernos populistas exasperan, por así decirlo, formas de gubernamentalidad heredadas, republicanas, liberales, incluso despóticas, incidiendo en la conformación de clientelas[12]. Las relaciones primordiales en los populismos tienen que ver con las relaciones clientelares. En cambio, en los gobiernos de imitación neoliberal, si bien puede haber clientelas, no son las relaciones que se exasperan, sino se busca comprometer a la población en circuitos de deuda, de crédito, exasperando la ilusión de la proliferación empresarial. A pesar de las diferencias, entre las clientelas y los deudores se dan analogías; se trata de contingentes de población rehenes; las clientelas por una relación de dominación afectiva; los deudores por una relación de dominación financiera. En los neopopulismo parecen cruzarse ambas características.

Si bien los populismos, los neopopulismos, también las imitaciones neoliberales, no logran una institucionalidad estratégica, que se prolonga a largo plazo; pueden incidir en medianos plazos, en periodos medianos donde se adquieren habitus prebéndales de parte de las clientelas, habitus de crédito por parte de los contingentes deudores. Ambos estilos se presentan como “promesa”, promesa emancipatoria, en el primer caso, “promesa” de recompensa a la competitividad, en el segundo caso. Se trata de formas de gobierno altamente especulativas; fuertemente ligadas al diagrama de poder de la simulación.

 

El problema para dar cuenta de las formas de gobierno es que se los interpreta desde las representaciones que asumen, no de sus prácticas. Se toman en serio sus discursos, sus autorepresentaciones; esto es como tomar como reales los guiones de las representaciones teatrales, olvidando que se trata de actores, en este caso de actores políticos. Puede tomarse en cuenta el guion, como se hace en el análisis literario o el análisis estético;  empero, en este caso, para hacer una análisis de las “ideologías” en curso, no de las prácticas políticas. Las prácticas políticas tienen que ser atendidas en cuanto tales, prácticas, comportamientos, desplazamiento de fuerzas.

 

En adelante haremos un análisis de las narrativas populistas, neo-populistas, también de las narrativas de imitación neoliberal, contrastadas en los contextos de las experiencias sociales políticas de los periodos populistas, neo-populistas y de imitación neo-liberal.

 

 

Las narrativas populistas

 

Tendríamos que decir que populismo es la corriente “ideológica” y política partidaria del pueblo. Sin embargo, de entrada nos encontramos con un problema histórico; los llamados populistas rusos, que se asumían como partidarios del pueblo eran, en efecto, campesinistas; propugnaban una vía campesina al socialismo, por así decirlo. Parte de sus tendencias se inclinaban al anarquismo, así como otras postulaban el “terrorismo”, como arma de lucha contra el zarismo. En cambio, en América Latina se llama populistas a los partidarios del pueblo, mas bien, urbano, aunque también se propongan la reforma agraria. Se trata de corrientes “ideológicas” y políticas que se plantean la soberanía estatal, el fortalecimiento del Estado, la construcción del Estado-nación como acto soberano, incursionando en nacionalizaciones como efecto estatal; usando el Estado para lograr la justicia social.  Si bien se tiene más de un siglo de diferencia entre estas experiencias políticas sociales distintas, ambos conglomerados de corrientes “ideológicas” y políticas se denominan populismo; es decir, partidarios del pueblo.

Este problema no tiene por qué resolverse; nos muestra claramente la diferencia de referentes históricos. A partir de esta diferencia referencial, podemos empezar a comprender la construcción de la narrativa política, que, a pesar de aludir a experiencias distintas, las nombra de la misma manera, aunque variando en sus tramas.

 

En resumen, podemos decir que, por un lado, los partidarios del pueblo son los campesinistas, los partidarios de la comunidad campesina, como modelo de transformación, por otro lado, son los partidarios del Estado al servicio del pueblo. ¿Cómo se ha podido dar esta transformación semántica y conceptual después de más de un siglo, en dos ámbitos geográficos y sociales diferentes? En un caso, los intelectuales radicales encontraron en el pueblo campesino ruso la pureza cultural para enfrentar la perversión de la nobleza y el desborde del capitalismo. En otro caso, los intelectuales nacionalistas encontraron en el  Estado, en la defensa del Estado,  en la construcción del Estado-nación, el instrumento indispensable para sentar y recuperar la soberanía perdida. En ambos casos, se trata de partidarios del pueblo; es decir, de populistas.

Ciertamente, entre el modelo de la comunidad campesina y el modelo de Estado-nación hay una gran diferencia cualitativa. También vamos a encontrar diferencia en los métodos políticos; por ejemplo, la diferencia entre la acción directa del “terror” y la apelación electoral. Sin embargo, en ambos casos, se recurre al mito de la nación originaria, la nación profunda, eclipsada por el despotismo o por el imperialismo. La nación pura que enfrenta al invasor extranjero, a la nobleza corroída, a la oligarquía apátrida. Por lo tanto, el núcleo de la narrativa populista, parece encontrarse aquí, en la nación ancestral, en la nación conquistada, en la nación dominada, la que tiene que emanciparse o a través de la lucha armada o a través de la victoria electoral.

 

En tesis anteriores dijimos que el populismo latinoamericano está íntimamente ligado a relaciones afectivas, a relaciones clientelares[13]; esto no deja de ser cierto, sobre todo en el desenvolvimiento efectivo del populismo. Sin embargo, el núcleo organizador de la narrativa parece, mas bien, encontrarse en el mito del origen. Mito de la nación conquistada, también de la nación dispersada y fragmentada, la que tiene que encontrarse de nuevo por un acto supremo  emancipatorio. El imaginario populista distingue lo puro de lo impuro, lo propio de lo extranjero, lo auténtico de lo inauténtico; en este sentido, convoca al pueblo a liberarse de los extranjeros, a recuperar el territorio, a encaminarse a una sociedad comunitaria o, en el otro caso, a un Estado soberano. Se entiende entonces que las narrativas populistas sean altamente convocativas.

A partir de este eje textual se pueden tejer variaciones narrativas. El telos puede variar; puede ser el socialismo, el comunismo, por cierto, campesinista, en un caso; puede ser el Estado-nación desarrollado, industrializado, el Estado de la justicia social, en otro caso. La narrativa neo-populista tiende a cruzar ambos telos; se puede proponer el comunitarismo campesino, combinado con el Estado-nación industrializado; también se puede convocar al pueblo campesino así como al pueblo urbano, al pueblo nación. Se puede proponer el modelo de la comunidad campesina combinada con el modelo del desarrollo nacional industrial. Estos cruces, mezclas, combinaciones abigarradas, no perturban al discurso neo-populista; la narrativa se construye con el lenguaje, se constituye en el imaginario. Todo es posible en los ámbitos de lo imaginario, todo es posible en la era de la simulación.

Ahora bien, ¿es un problema que la trama narrativa no acontezca tal cual en el mundo efectivo, aunque parte de este mundo es efectivamente imaginario? No. Las tramas narrativas no tienen por qué darse efectivamente en el mundo como acontecimiento, salvo narrativamente, por cierto. La narrativa es interpretación, es una construcción interpretativa del sentido del acontecer; ayuda a contar con una información elaborada, cuya elaboración orienta las prácticas, las acciones, coadyuva en las cohesiones sociales, preserva las memorias. Las narrativas son por lo tanto útiles para la sobrevivencia. El problema aparece cuando se confunden las narrativas con la llamada realidad, que es un recorte parcial del acontecimiento.  Cuando se cree que se actúa en esa realidad siendo que se actúa en la trama de la narrativa, se ha confundido la realidad con su interpretación, que, obviamente, no contiene ni comprende la complejidad que la misma realidad conlleva. Es como caminar en terrenos de topografía accidentada contando con un mapa plano. El caminante se ha de dar choques constantemente, teniendo que retroceder, merodear, re-orientándose a partir de la experiencia, dejando el mapa como una orientación general. Sin embargo, es esto lo que ocurre; los políticos, los “ideólogos” prefieren los mapas planos, confunden las tramas narrativas con la realidad.  Este no es un problema de las narrativas, sino de los políticos e “ideólogos”.

 

¿Dónde se encuentran las narrativas? En todas las formas de los lenguajes, incluyendo los lenguajes corporales. Ahora bien, hay narrativas elaboradas como en las novelas, también en las descripciones, así como en las explicaciones; es decir, en las teorías. En lo que respecta a las narrativas populistas, son los y las intelectuales radicales, en un caso, antiimperialistas, en otro caso, los que han conformado narraciones en sentido de tramas históricas. Estas narrativas no solamente son convocativas, sino también explicativas, además de descriptivas, usando la información tenida a mano. Ciertamente las narrativas explicativas ayudaron no solamente a la convocatoria al pueblo, sino también orientaron acciones prácticas en las luchas emancipatorias. En relación a estos textos se constituyeron políticas e “ideologías”; las narrativas se desplegaron variando las tonalidades de la trama. El imaginario popular aportó con sus propios tejidos, hilvanando una proliferación de tramas, cuya ecología narrativa conformó nichos de entramados, que hacen intercambiables los discursos, las acciones, los comportamientos, las consignas. Nada es mecánico, en el sentido causalista, sino todo es vivido en el espesor de las comunicaciones. El pueblo actúa suponiendo este entramado. No es pues una “ideología” sino una ecología imaginaria la que atraviesa cuerpos y, por lo tanto, acciones.

Hay un momento de éxtasis, cuando parece coincidir todo, el discurso del caudillo, su imagen corporal, las acciones y discursos populares, incluso los propios desplazamientos del partido. Es cuando, en este clímax, parece confundirse trama y realidad. Sin embargo, este es apenas el momento de la mayor intensidad, entre otras pocas, escasas. Estos momentos no duran. Quedan, sin embargo, impresos en la memoria. Estos son los momentos que hacen huella. El pueblo, en realidad, las multitudes que hacen de referencia a la representación pueblo, afinca su recuerdo en estos momentos constitutivos. Ahí radica su fidelidad afectiva.

No se puede negar estas pasiones colectivas de los populismos. Negarlas, desconocerlas, no es más que una muestra de dogmatismo, pretendidamente objetivista, analítico, racional. Es cuando se muestra la derrota de la intelectualidad racionalista, que no comprende estos comportamientos convulsos del pueblo. Tampoco se puede convertir a estas pasiones colectivas en verificadores de las interpretaciones de las narrativas populistas, sino que, hay que entender que estas pasiones forman parte del entramado ecológico narrativo. Por lo tanto, tiene que no tanto ser interpretado, sino, sobre todo, reintegrado a la percepción y la praxis social.

El problema aparece crudamente cuando “ideólogos”, políticos, caudillo, partido, pueblo, terminan entrampados en el tejido de la trama narrativa, creyendo que es el tejido de la complejidad de la realidad,  recorte representativo del acontecimiento. El drama político despliega sus contradicciones y paradojas cuando pueblo, partido, caudillo, “ideólogos”, consideran que la trama de las interpretaciones es la realidad. Por lo tanto, de esta manera, se impiden interpretar lo que acontece. El drama político se desata; se debe a esto, a este contraste entre narrativa - que tiene su trama, su principio, mediaciones y finalización - y realidad, que no tiene principio, ni mediaciones, ni finalización; realidad que está sujeta a la contingencia de las fuerzas.

No se trata de decir que el populismo, la narrativa populista, no es la verdad, menos de decir que la verdad es otra, la de los marxistas consecuentes, la de los indianistas consecuentes, mucho menos, decir que la verdad es la de los liberales sensatos. La verdad, es que la verdad nadie la tiene, pues la verdad como verificación absoluta, no existe, no es posible. Sino, se trata de entender que el populismo, así como el neo-populismo, del mismo modo, el neoliberalismo, la imitación activa del neo-liberalismo, son narrativas teóricas, en unos casos, narrativas “ideológicas”, en otros casos, narrativas políticas, en un tercer caso. Son dispositivos discursivos, cuyas funciones están ligadas a prácticas, discursivas y no-discursivas, prácticas de poder. Que son narrativas útiles en los juegos de poder; pero, también, que son dispositivos inútiles, para los mismos juegos de poder cuando los procesos, los eventos y sucesos, del acontecimiento, toman cursos que no son atrapados por las narrativas. Al respecto, cuando esto acontece, sorprende la terquedad con la que los políticos se aferran a las narrativas para responder a los desafíos. Ciertamente esto no ocurre solamente con los populistas, sino con los llamados marxistas, así como con los liberales, nacionalistas, republicanos, neoliberales; es decir con la clase política y esa clasificación extraña de “ideólogos”. El problema entonces se da cuando las narrativas se aferran, por así decirlo, se convierten en el referente, sustituyendo al campo de referencias respecto a las cuales emergieron.

 

¿Cuánto de todo esto, del decurso dominante de las narrativas, afecta a las formas de gobierno? Podemos considerar que forma parte de uno de los ejes cruciales de los engranajes de las combinatorias de los perfiles de las formas de gobierno. Se puede decir, esquemáticamente, que los gobernantes, primero, cuentan con la narrativa interpretativa para convocar, después, para orientarse, después para legitimarse, por último, para perderse. ¿Qué se puede llamar a este drama? ¿El drama del actor que termina creyendo que es su propio personaje?

Se pueden buscar y encontrar explicaciones “objetivas” a estos dramas políticos, como, por ejemplo, decir que el populismo estaba destinado al fracaso al no ser la rebelión popular conducida por la “vanguardia revolucionaria”, la que es la consciencia en sí del proletariado. Los que se inclinan por esta “objetividad” olvidan que lo que dicen no es más que una interpretación, otra narrativa, con menos éxito de convocatoria. No es un problema de “objetividad”, sino de entender que las narrativas son dispositivos o, si se quiere, expresiones lúcidas o bellamente elaboradas, que ayudan a orientar los decursos de los ciclos vitales, en este caso, las respuestas, por lo tanto, prácticas y acciones de las sociedades humanas, respecto a los desafíos del acontecimiento, que es la vida misma. Lo que importa es la capacidad de hacer narrativas, no es una narrativa en la que se tienen que afincar los humanos. ¿Por qué se afincan los políticos en una narrativa?  Esta pregunta no la vamos a responder; es muy difícil responder, aunque sea como hipótesis. ¿Es por qué los políticos, no sólo ellos, están entrampados en las redes del poder? ¿Es por qué los humanos somos unos fetichistas consumados? Es preferible dejar aquí esta reflexión; pasar al análisis de la experiencia social.

 

Memoria y experiencia social

 

Hablar de la memoria, mucho más de la experiencia,  desde la narrativa, esta, de este ensayo, es, obviamente problemático, pues ni la memoria, ni la experiencia, son narrativas. Son acontecimientos vitales. Empero, no nos queda otra, pues tenemos que utilizar el leguaje, escribir, transmitir nuestra reflexión al respecto. Entonces, sabiendo, de antemano, que no podemos expresar completamente ese acontecimiento de la memoria, menos ese acontecimiento de la experiencia, vamos a interpretar, en lo que respecta al populismo, lo que creemos que acontece, en la relación disyuntiva entre narración y experiencia, por lo menos a partir de algunos de sus rasgos, cuando se constituye como memoria, cuando se conforma como experiencia.

 

Como escribimos en un ensayo, la memoria y la experiencia son individuales[14]; cuando se habla de memoria y experiencia social, se lo hace metafóricamente,  aludiendo, mas bien, a una comunicación, a unos espesores concatenados y entrelazados, que quizás haya que ponerles otros nombres. La memoria social entonces es ecología de memorias; algunas narrativas elaboradas pueden interpretarla como memoria; eso no importa; se trata de una interpretación. Lo que importa es que este acontecimiento de memorias individuales entrelazadas se comunican, se interpretan, aparecen en la interpretación elaborada como memoria social; cuando esto acontece, forman parte de una narrativa, que ha convertido a la memoria social en sujeto; por lo tanto, en voluntad. Para esta narrativa, la memoria social juega un papel en la trama que escribe, que teje, forma parte del drama histórico. Que lo haga de distintas maneras no importa.  Lo que importa es que, en esta narrativa, la memoria, al aparecer como sujeto, incide en el despliegue de la trama. Entonces se dice que es el pueblo el que decide, el que apoya, el que elige al caudillo, con quien tiene una relación afectiva. Cuando no es esto lo que acontece, pues se trata de múltiples y plurales memorias; cada una de las cuales interpreta, a su manera, la historia. Sin embargo, a pesar de esta diferencia, se ha conformado una narrativa que da cuenta, de una manera elaborada, del acontecimiento.

 

La narrativa existe porque figuradores, configuradores y refiguradores de la narrativa la crean, la componen y la asumen haciéndola circular. Constantemente la narrativa es reinventada. Forma parte de las prácticas narrativas, por lo tanto de las prácticas de remembranza, las prácticas constitutivas de la memoria social. La narrativa no es externa a la experiencia social, es una forma de condensación de la memoria social. El mundo es mundo precisamente por estas prácticas que lo constituyen y lo re-constituyen. Lo mismo podemos decir de lo imaginario; lo imaginario es facultad de los seres vivos, forma parte de sus ciclos vitales. Lo imaginario no es externo a la vida. Hay que salir pues de esas dualidades heredadas de la filosofía moderna.

Las narrativas “ideológicas”, por así decirlo, forman parte de las prácticas políticas; no son externas a estas prácticas. Mas bien, orientan estas prácticas otorgándoles sentido. Los involucrados en estas prácticas, los afectados, los destinatarios de estas prácticas, no sólo despliegan acciones, perciben el efecto de estas acciones, sino que, además, inmediatamente, hacen circular el sentido, interpretan el sentido, significan y re-significan.   El acontecer es también el acontecer del sentido. Esto no quiere decir que el sentido sintetiza el acontecimiento; no podría hacerlo, pues el sentido es una interpretación, aunque se dé, de manera inmediata, acompañando el efecto de las prácticas.

Hay un devenir sentido,  el sentido acontece, así como acontecen las acciones, las prácticas. Entonces el sentido puede desplazarse, extenderse, variar, incluso imperceptiblemente, puede transformarse. El problema aparece cuando se detiene formalmente el devenir sentido,  pretendiendo institucionalmente cristalizarlo, convertido, por ejemplo, en concepto universal. Con esta maniobra institucional se ha formalizado el sentido; empero, no se puede detener el devenir de sentido efectivamente. El sentido inscrito formalmente es el que asume vida institucional, por así decirlo; es el que se reconoce en el trámite institucional. Sin embargo, este sentido formalizado, que sólo sirve para las ceremonialidades del poder  y su legitimación, es constantemente desbordado por el devenir sentido. Es este desborde el que patentiza el anacronismo del sentido formalizado, su estancamiento, sus patéticas limitaciones.

 

 

 

 

Genealogía de la forma gobierno

 

 

 

Dedicado a Alejandra Santillana, ímpetu e intensidad crítica y militante. A los y las jóvenes rebeldes que se ríen de la tesis del fin de la historia, postulado de conservadores, también de caudillos, populistas y socialistas, aunque lo hagan con distintos discursos. Dedicado entonces a quienes saben que la historia no termina mientras haya dominaciones múltiples. Saben que tampoco la lucha termina, la lucha continua.

 

 

¿Cuál es la relación entre forma gobierno y forma Estado? El concepto de forma o, si se quiere, la configuración de forma, es de lo más abstracto. Separa forma de contenido y de expresión. ¿Cómo se hace esto? Es como si asumieran todas las analogías de un tópico de temas a su promedio, a su síntesis. Este procedimiento se puede calificar de epistemología platónica, aludiendo al filósofo de la Grecia antigua que hacía gala de esta técnica de las formas. De esta manera se llega a los conceptos, conformados platónicamente; es decir, a la esencia. El concepto de color, el concepto de lo blanco, no es el color mismo, es la idea del color puro, la idea del blanco puro, que no se da en efectivamente sino como idea. ¿La forma es entonces la idea? Siendo reiterativos y redundantes, una forma de idea, la idea entendida según Platón. Otra es la comprensión de idea de Kant, por ejemplo. Para no salirnos del tema, cuando se habla de forma entonces se lo hace sobre la base de una analítica que separa forma de contenido y de expresión.

Cuando hablamos de forma gobierno y forma Estado lo hacemos entonces separando contenidos y expresiones de los gobiernos efectivamente dados y de los estados conformados y constituidos como estructuras políticas y culturales. Hablamos entonces de la idea de gobierno y la idea del Estado; en este caso, tratamos de diferenciar distintas ideas de gobierno, ideas, mas bien, en sentido de modelos, si se puede hablar así. Se puede entonces distinguir formas de gobierno, así como formas de Estado. Lo que nos interesa no es la clasificación de los gobiernos, tampoco de los estados, sino comprender la mecánica de estas diferenciaciones, si se quiere, su genealogía. En esta perspectiva trataremos de reflexionar sobre la relación entre forma de gobierno y forma Estado.

El gobierno es lo que efectivamente se da, en cambio el Estado es un supuesto, es una idea; se trata de la interpretación elaborada de la historia del gobierno, se trata de una narrativa teórica-política. Si se dice que el Estado, además de ser un concepto, es una materialidad, como la materialidad institucional, se da lugar un desplazamiento epistemológico; cuando se hace esto ya no se puede hablar del Estado como unidad pura, pues el desplazamiento se abre a la pluralidad; pueblo, población, territorio, instituciones. Estamos, mas bien, ante la articulación de la pluralidad en su sentido y perspectiva política; hablamos de intervenciones técnicas institucionales para enlazar tópicos seleccionados de la pluralidad, dando lugar a la realización de la voluntad, entendida conceptualmente, pues se trata de voluntades congregadas.

El gobierno se refiere a la administración, manejo, mando, conducción, de las fuerzas, en tanto que el Estado es como la estructura histórica y jurídica que sostiene, por así decirlo, al gobierno. Sin embargo, esta estructura es una interpretación, es una figura de la narrativa política; materialmente, para hablar de esa forma, se trata de un bloque de prácticas reiterativas que reproducen la malla institucional. No es pues adecuando hablar de Estado, pues esta dinámica molar institucional no es una estática; es, mas bien, algo parecido al habitus;  se trata de prácticas sociales y políticas que producen y reproducen Estado, por así decirlo, como institución imaginaria de la sociedad[15].  Llamemos a este conglomerado de prácticas más o menos integradas y articuladas de reproducción estatal automatismo molar o si se quiere rutina institucional.

 

El automatismo estatal vendría a ser algo parecido al habitus; empero, no se trata, como en el habitus, de las subjetividades inherentes, inscritas, en los cuerpos, de las prácticas y costumbres asumidas por los individuos, los grupos, las poblaciones, sino de un habitus molar, es decir, un habitus institucional. Pasa como si las instituciones fuesen sujeto – obviamente no lo son, son producto de las composiciones de la gente, composiciones que se cristalizan y terminan imponiéndose a los individuos, grupos, poblaciones y sociedades -, entonces el habitus mecánico de la reproducción estatal se encarna en las instituciones, que actúan como sujetos orientados por este habitus técnico. Ciertamente, se da una especie de inercia, cuya recurrencia, repetición y expansión termina prolongando una situación, que aunque cambiante, mutante, de una manera imperceptible, termina durando, apareciendo como si fuese natural.  Lo que se llama Estado, más bien el referente dinámico, no la idea de estática, muestra la dependencia de los creadores y productores de las instituciones, los humanos, respecto de sus propias criaturas, a las que consideran como indispensables, hasta fundamentales, para la vida humana. Entonces su propia capacidad creativa, inventiva, productiva, termina inhibida, canalizando sus fuerzas a la reproducción estatal, en vez de seguir inventando, creando, produciendo espontáneamente; lo que caracteriza a la vida y a los ciclos vitales.

 

En los ensayos anteriores hablamos de diagrama de poder, de biopoder, distinguiéndolo de la biopolítica, que es tomada no como lo usa Foucault, sino como interpretan Antonio Negri y Michael Hardt, diferenciando biopolítica, que sería,  mas bien, potencia, del bio-poder, que sería más bien aparato de captura de las fuerzas de la potencia. Ahora, parece conveniente concebirlo como bio-sistema-poder, incorporando las configuraciones anteriores y conjugándolas con la idea de sistema dinámico. De esta manera, nos trasladamos de la idea abstracta de Estado a un campo configurante dinámico, que da cuenta de las articulaciones e integraciones que hace el “Estado” de una selección de campos, tópicos, territorios y cuerpos, en la perspectiva de lograr el efecto de síntesis política. Apuntamos a visibilizar las actividades, prácticas, mecanismos, técnicas, que hacen a la reproducción del poder, conformado como bio-sistema-poder. El llamado Estado, en las teorías de la filosofía política, así como en las teorías de la ciencia política, el diluido, descrito y explicado como imaginario, en las teorías críticas, tanto de las filosofías como de las ciencias, a partir de las cartografías, diagramas de poder, del desplazamiento vital a la biopolítica, del concepto complejo de biopolítica, aparece entonces como ecología institucionalEcología institucional que, a su vez, trata de ser controlada por lo que se llamó la clase dominante; algo que no ocurre, no puede ocurrir, pues este estrato, por más privilegiado que sea, por más poderoso que se considere, no puede controlar la ecología institucional, que responde a los entramados y nichos políticos. Lo que hace es orientar, de acuerdo a sus intereses, el decurso representado como historia institucional o historia estatal.

El gobierno es, si se quiere, el mecanismo efectivo con el que se trata de controlar esta ecología institucional, que llamamos bio-sistema-poder. En el mejor sentido de la palabra el gobierno sería el régimen que trata de controlar esta ecología institucional incidiendo estratégicamente, de acuerdo a los objetivos que se propone. Algunos estrategas consideran que esta ecología institucional es la realidad; es decir, el Estado es lo real, por así decirlo; en otras palabras, es el límite de lo posible. Otros estrategas, más minoritarios aún, consideran que hay un más allá de esta ecología institucional, que, por cierto, no la nombran como ecología sino como Estado; entonces, se podría decir que esta ecología institucional supone substratos ecológicos matriciales; éstos son las ecologías corporales vitales, las ecologías de los cuerpos, las ecologías de las territorialidades, las ecologías de la biodiversidad. En este sentido, estos últimos tienen en cuenta que el control de la ecología institucional sólo sirve para buscar el control, aunque sea parcial, de las ecologías de los cuerpos, que por cierto llaman pueblo, población, nación. Quizás bajo estas estrategias de más largo aliento se diseñan estrategias políticas de mayor alcance. Sin embargo, hay demasiado pocos estrategas de este estilo. Aunque también hay pocos estrategas de los que consideran al Estado como realidad. Lastimosamente abunda la imitación de “estrategas” que consideran al gobierno como límite de lo posible. En este caso proliferan programas, proyectos, políticos de corto alcance, que terminan fracasando, después de coyunturas alentadoras. Estas “estrategias” de corto alcance son las que más imprimen su sello en la mayoría de los gobiernos. ¿Qué es lo que hace que proliferen las imitaciones de “estrategas”, estos gobiernos que no llegan a gobernar, que, por lo tanto, no podríamos denominarles gobiernos sino regímenes de estatismo, que tienden a continuar una inercia, a repetir habitus de la clase política? Para responder a esta pregunta vamos a sugerir algunas hipótesis interpretativas.

 

Hipótesis sobre los regímenes de estatismo

 

La pregunta provocativa sería: ¿Cuándo se ha dejado de gobernar, en el sentido inicial del término, lo de gobernar las fuerzas para conducir la nave a buen puerto?

Los regímenes de estatismo aparecen en los largos periodos o en el conjunto de periodos que siguen a los momentos constitutivos, usando este concepto zavaleteano[16]. La caída en la inercia acontece cuando se supone que el Estado existe, que ya está consolidado, que gobernar es seguir a la costumbre de la clase política, hacer lo que todos hacen; cumplir con la presencia, las tareas administrativas, responder, mejor si es mínimamente, a la dedicación, mejor aprovechar el momento para obtener beneficios.

Los regímenes de estatismo encuentran en el gobierno el horizonte de posibilidades. En el mejor de los casos, el gobierno es una tarea institucional, hay que cumplir con las leyes, los reglamentos, el programa y el cronograma. En el peor de los casos,  el gobierno es un botín. Entre ambos puntos extremos se da un intervalo de opciones variadas, entre las que sobresalen los gobiernos demagógicos, que desprenden discursos al servicio del pueblo; empero, dedican parte de sus actividades a las prácticas paralelas, corroyendo la institucionalidad, efectuando la economía política del chantaje. Se trata de regímenes que han convertido el poder o la narrativa del poder en algo ordinario y mediocre, a diferencia de los gobiernos constitutivos, por así decirlo, que convierten al poder o la narrativa del poder en un mito de origen y en el telos de la política.

Se trata de regímenes pues aparecen como reinos administrativos de la inercia de la gestión de las leyes y los reglamentos, también reinos de la administración de ilegalidades. Son regímenes de privilegios y de privilegiados, regímenes que garantizan la reproducción del statu quo. Regímenes que tienen el presupuesto de que nada puede cambiar, salvo la repetición de lo mismo, el beneficio de los privilegiados, los viejos y los nuevos. Regímenes que coagulan la expectativa del pueblo, convirtiéndola en una larga espera, aguardando el cumplimiento de las promesas, sean estas las de la bonanza económica o aquellas de la justicia social. Regímenes que son el producto, por así decirlo, más generalizado del poder, pues el poder requiere para su reproducción de una suerte de naturalización de la regularidad ordinaria de las funciones institucionales. Regímenes que también aparecen como el logro del poder, pues aparentemente se habría logrado, en esos periodos, que el pueblo, que la población, asuman plenamente los habitus de los gobernados.

 

Reflexiones en torno al Nacimiento de la bio-política

 

En el Nacimiento de la bio-política Michel Foucault intenta dar un curso sobre la bio-política[17]; empero, como él mismo dice, lo que ha terminado haciendo es dar un curso crítico sobre el neoliberalismo, que considera que es una de las formas de la bio-política, ocupada en la seguridad y en la población, efectuando políticas y desplegando técnicas de incidencia masiva, con impacto en los ciclos vitales. Sin embargo, contamos con varios apuntes sobre la bio-política, además de contar con otra historia del neoliberalismo, a la que nos habíamos acostumbrado. En esta perspectiva, comentaremos este valioso curso de Foucault. En principio en lo que respecta a su primera exposición.

 

En el curso citado Foucault escribe:

 

"Gobierno", pues, en sentido restringido, pero también "arte", "arte de gobernar" en sentido restringido, porque con esta expresión yo no entendía la manera en que efectivamente los gobernantes gobernaron. No estudie y quiero estudiar la práctica gubernamental real, tal como se desarrolló determinando aquí y allá la situación por tratar, los problemas planteados, las tácticas elegidas, los instrumentos utilizados, forjados o remodelados, etc. Quise estudiar el arte de gobernar, es decir, la manera meditada de hacer el mejor gobierno y también, y al mismo tiempo, la reflexión sobre la mejor manera posible de gobernar. Trate, entonces, de aprehender la instancia de la reflexión en la práctica de gobierno y sobre la práctica de gobierno. En cierto sentido, si se quiere, mi pretensión es estudiar la conciencia de sí del gobierno, aunque esta expresión, "conciencia de sí", me molesta y no voy a utilizarla, porque me gustaría más decir que lo que traté de captar, y querría captar cambien este año, es la manera cómo, dentro y fuera del gobierno y, en todo caso, en la mayor contigüidad posible con la practica gubernamental, se intentó conceptualizar esa práctica consistente en gobernar. Querría determinar de qué modo se estableció el dominio de la práctica del gobierno, sus diferentes objetos, sus reglas generales, sus objetivos de conjunto para gobernar de la mejor manera posible. En suma, es el estudio de la racionalización de la práctica gubernamental en el ejercicio de la soberanía política[18].

 

Como hace, en todas sus investigaciones, Foucault estudia desde las prácticas esas composiciones que llamamos gobierno, Estado, poder, saber, sujeto, como curvatura de subjetividades. No podía ser de otra manera en lo que respecta al gobierno. El gobierno es concebido desde la gubernamentalidad, que vendría a ser el perfil de una estrategia de intervención sobre los cuerpos. Hacen a la gubernamentalidad un conjunto de técnicas, de herramientas, de dispositivos, de reglamentos y de leyes, que son articuladas y  desplegadas, buscando determinados impactos en los comportamientos. Se puede diferenciar una gubernamentalidad policial, que corresponde a la monarquía absoluta, de una gubernamentalidad liberal, que puede también llamarse gubernamentalidad republicana; asimismo puede diferenciarse una gubernamentalidad neoliberal, que, además de ser una continuidad reforzada de la gubernamentalidad liberal,  ocasiona desplazamientos importantes en las políticas. La gubernamentalidad neoliberal busca en la competencia algo así como el ejercicio de la libertad. La condición de posibilidad para liberar la competencia sería la clausura de los monopolios; lo que tiene que imponerse es la competitividad. Por lo tanto, su premisa no es tanto el libre mercado, como lo fue para el liberalismo, sino la competencia. La tarea del Estado sería la de garantizar la competencia, por lo tanto, evitar los monopolios. La contradicción neoliberal, desde su propio enfoque, es este de usar un monopolio de la política, el Estado, para garantizar que no haya monopolios económicos.

 

Haciendo un recuento de su investigación sobre las prácticas gubernamentales, Foucault escribe:

 

El año pasado, como recordarán, trate de estudiar uno de esos episodios importantes, me parece, en la historia del gobierno. El episodio, a grandes rasgos, era el de la aparición y el establecimiento de lo que en la época se llamaba razón de Estado, en un sentido infinitamente más fuerte, más estricto, más riguroso y también más amplio que el atribuido más adelante a esa noción. Yo había intentado identificar el surgimiento de cierto tipo de racionalidad en la práctica gubernamental, cierto tipo de racionalidad que permitiría ajustar la manera de gobernar a algo denominado Estado y que, con respecto a esa práctica gubernamental y al caculo de ésta, cumple el papel de un dato, pues sólo se gobierna un Estado que se da como ya presente, sólo se gobierna en el marco de un Estado, es cierto, pero éste es al mismo tiempo un objetivo por construir. El Estado es a la vez lo que existe y lo que aún no existe en grado suficiente. Y la razón de Estado es justamente una práctica o, mejor, la racionalización de una práctica que va a situarse entre un Estado presentado como dato y un Estado presentado como algo por construir y levantar. El arte de gobernar debe fijar entonces sus reglas y racionalizar sus maneras de obrar, proponiéndose en cierto modo como objetivo transformar el ser en deber ser del Estado. El deber hacer del gobierno tiene que identificarse con el deber ser del Estado. Este último tal como está dado, la ratio gubernamental, permitirá, de una manera deliberada, razonada, calculada, hacerlo llegar a su punto máximo de ser. ¿Qué es gobernar? Gobernar, según el principio de la razón de Estado, es actuar de tal modo que el Estado pueda llegar a ser sólido y permanente, pueda llegar a ser rico, pueda llegar a ser fuerte frente a todo lo que amenaza con destruirlo[19].

 

Gobierno y Estado forman parte de una narrativa del poder. Entonces el problema es responder a la pregunta ¿qué es gobernar? ¿Gobernar es lograr lo que quiere el poder? ¿Gobernar es lograr realizar la razón de Estado[20]¿Gobernar es lograr realizar el programa, los objetivos propuestos? ¿Gobernar es fortalecer el Estado?   El gobierno reproduce el Estado. Esta relación puede ser descubierta cuando entendemos la relación que tiene la gubernamenalidad con la sociedad. 

El mito del gobierno que sirve para que el Estado pueda llegar a ser sólido y permanente, rico, fuerte, debe ser cuestionado, pues ese es el discurso de la legitimación. Que el gobierno lo sea  o no lo sea no depende del gobierno, del concepto de gobierno, ni de la idea de Estado, sino de ciertas contingencias; entre ellas de personeros del gobierno que realmente crean que de lo se trata es de hacer grande y fuerte al Estado y no las arcas personales. Hay estas personas, aunque sean escasas. Cuando esto ocurre se usa el gobierno para hacer grande y fuerte al Estado. Es admirable que esto acontezca, pues se trata de personas  que podríamos llamarlas incluso idealistas, aunque diputen éticamente por un Estado fuerte y grande.  Es sugerente encontrarse con gobernantes que creen en un gobierno que hace fuerte al Estado; pues la mayoría de los gobernantes no piensan de esa manera. Llegan al gobierno y creen que es la oportunidad de su vida. Sin embargo, no importa lo que crean los idealistas del gobierno, sino lo que importa es saber qué papel, qué función juega el gobierno en la maquinaria de lo que llaman Estado.

Los gobiernos son la coalición de personas, de grupos, estratos, clases, que delegan su representación en los gobernantes, son la combinación casual y causal de contingencias, de perfiles humanos y de intereses que persiguen la garantía de su cumplimiento. Entre los distintos perfiles de gobierno, los gobiernos populista y los gobiernos neo-populistas  intentan presentarse como gobiernos de la justicia social; sin embargo, no dejan de ser dispositivos efectivos del poder, en el sentido del servicio funcionario prestado al diagrama de poder hegemónico, que puede ser el diagrama del castigo o el diagrama disciplinario, el diagrama del control o el diagrama de la simulación. El gobierno, que es el Estado efectivo, el mito del Estado que se realiza en el perfil de esa gubernamentalidad, viene a ser, efectivamente, el perfil del habitus institucional, que, en el mejor sentido de las voluntades, trata de preservar el Estado

 

Foucault continúa:

 

Dos palabras, entonces, sobre lo que trate de decir el año pasado, para resumir un poco ese curso. Querría insistir en dos o tres puntos. Primero, como recordaran, lo que caracteriza esta nueva racionalidad gubernamental llamada razón de Estado que, en general, se había constituido durante el siglo XVII, es que el Estado se define y recorta como una realidad a la vez específica y autónoma, o al menos relativamente autónoma. Es decir que el gobernante del Estado debe, claro, respetar una serie de principios y reglas que se sitúan por encima del Estado o lo dominan y son exteriores a él. Ese gobernante debe respetar las leyes divinas, morales y naturales, y otras tantas leyes que no son homogéneas ni intrínsecas al Estado, Pero así como debe respetar esas leyes, el gobernante tiene que hacer algo muy distinto a asegurar la salvación de sus súbditos en el más allá, cuando lo habitual en la Edad Media era definir al soberano como alguien que debía ayudar a sus súbditos a alcanzar esa salvación ultraterrena. En lo sucesivo, el gobernante del Estado ya no tiene que preocuparse por la salvación de sus súbditos en el más allá, al menos de manera directa. Tampoco tiene que desplegar una benevolencia paterna con sus súbditos ni establecer entre ellos relaciones de padre a hijos, aunque en el Medioevo el rol paternal del soberano siempre era muy pronunciado y marcado. En otras palabras, el Estado no es ni una casa, ni una iglesia, ni un imperio. El Estado es una realidad específica y discontinua. Sólo existe en relación consigo, cualquiera sea el sistema de obediencia que deba a otros sistemas como la naturaleza o Dios. El Estado sólo existe por y para sí mismo y en plural, es decir que no debe, en un horizonte histórico más o menos próximo o distante, fundirse con o someterse a algo semejante a una estructura imperial que sea, de alguna manera, una teofanía de Dios en el mundo, una teofanía que conduzca a los hombres, en una humanidad finalmente reunida, hasta el borde del fin del mundo. No hay, por lo tanto, integración del Estado al imperio. El Estado sólo existe como Estados, en plural[21].

 

El Estado como tal es laico. No responde a Dios, tampoco al imperio. Cuando algún Estado pretende volver al imperio fracasa, pues el Estado no es imperio, no puede serlo, es Estado en la pluralidad de estados; por lo tanto, en el equilibrio entre los estados. Esto no excluye la posibilidad de estados dominantes, si se quiere, de estado imperialista; empero, cuando esto acontece los estados imperialistas entran en contradicción con su marco jurídico-político.  Efectivamente, es decir, en la historia efectiva, esto ha acontecido, los imperialismo se han dado, en una articulación e integración entre Estado y capital financiero; cuando esto ha acontecido los imperialismo han tenido que enfrentar su propia competencia en la guerra. El Estado vencedor de la guerra o los estados vencedores de la guerra han buscado otra vez el equilibrio, es decir, la llamada eufemísticamente paz. Los imperialismos, que son Estado en articulación con el capital financiero, son geopolíticas que intentan el dominio mundial; solo lo logran parcialmente. El imperio mundial es imposible, salvo como coalición de estados. Eso es lo que efectivamente ha acontecido. El orden mundial es esa coalición.

 

Los gobiernos, en la actualidad, no dejan de ser los estados efectivos de esa coalición. Responden al orden mundial. Gobernar ahora significa hacerlo para el orden mundial, en el marco de un intervalo de posibilidades permitidas. Las diferencias entre gobiernos son discursivas, aunque también pueden ser de políticas. Entre los gobiernos neo-populistas  y los gobiernos neoliberales hay diferencias discursivas, también diferencias de políticas; empero, ambos responden al orden mundial, que no es otro que el orden mundial del capital.  Las pretensiones discursivas de los gobiernos neo-populistas de enfrentarse al imperialismo son poses discursivas, incluso pueden ser políticas cuando se animan a nacionalizar; sin embargo, no llegan a enfrentarse al orden mundial del capital. Lo único que hacen es actuar en el intervalo permitido. Los gobiernos neo-populistas son parte de la reproducción del orden mundial del capital.

 

Michel Foucault continúa:

 

Especificidad y pluralidad del Estado. Por otra parre, traté de mostrarles que esa especificidad plural del Estado se había encarnado en una serie de maneras precisas de gobernar y, a la vez, en instituciones correlativas a ellas. Primero, por el lado económico, estaba el mercantilismo, vale decir, una forma de gobierno. El mercantilismo no es una doctrina económica, es mucho más y muy distinto de una doctrina económica. Es una organización determinada de la producción y los circuitos comerciales de acuerdo con el principio de que, en primer lugar, el Estado debe enriquecerse mediante la acumulación monetaria; segundo, debe fortalecerse por el crecimiento de la población; y tercero, debe estar y mantenerse en una situación de competencia permanente con las potencias extranjeras. Hasta aquí el mercantilismo. De acuerdo con la razón de Estado, la segunda manera de que el gobierno se organice y cobre cuerpo en una práctica es la gestión interna, es decir, lo que en la época se denominaba policía, la reglamentación indefinida del país según el modelo de una organización urbana apretada. Tercero y último, constitución de un ejército permanente y de una diplomacia también permanente. Organización, si se quiere, de un aparato diplomático militar permanente, cuyo objetivo es mantener la pluralidad de los Estados al margen de cualquier absorción imperial, y hacerlo de tal manera que entre ellos pueda alcanzarse cierto equilibrio, sin que, en definitiva, sean viables las unificaciones de tipo imperial a través de Europa. Entonces, mercantilismo por un lado, Estado de policía por otro, balanza europea: todo esto constituyó el cuerpo concreto de ese nuevo arte de gobernar que se ajustaba al principio de la razón de Estado. Son tres maneras solidarias entre sí, además del gobernar de acuerdo con una racionalidad cuyo principio y ámbito de aplicación es el Estado. Y en este aspecto traté de mostrarles que el Estado, lejos de ser una suerte de dato histórico natural que se desarrolla por su propio dinamismo como un "monstruo frío"' cuya simiente habría sido lanzada en un momento dado en la historia y que poco a poco la roería - el Estado no es eso, no es un monstruo frío-, es el correlato de una manera determinada de gobernar. Y el problema consiste en saber cómo se desarrolla esa manera de gobernar, cuál es su historia, cómo conquista, cómo se encoge, cómo se extiende a tal o cual dominio, cómo inventa, forma, desarrolla nuevas prácticas; ése es el problema, y no hacer del Estado, sobre el escenario de un guiñol, una especie de gendarme que venga a aporrear a los diferentes personajes de la historia[22].

 

Parece ser que uno de los cimientos del Estado, como institución imaginaria de la sociedad, como malla institucional, materialidad de la captura de fuerzas, es el Estado policial; es decir, el Estado con pretensiones de vigilancia, panóptica y control absoluto. Que la gubernamentalidad liberal haya desplazado a una gubernamentalidad policial no quiere decir que el Estado policial, como marco teórico-político haya desaparecido; de ninguna manera. El Estado policial es como el cimiento de la genealogía del Estado; los estados tienen como recurso de urgencia al Estado policial, al Estado de excepción. 

Sin embargo, el Estado no puede reducirse a ser el Estado policial, pues tiene que responder a las demandas del mercado, a las demandas del comercio internacional,  el Estado debe garantizar los circuitos mercantiles. Esta es la razón por la que el Estado muta, se convierte en el Estado garante del libre mercado, después de la libre empresa, aunque combina esta actitud con el proteccionismo, cuando tiene que crear y fortalecer la revolución industrial en el propio país. El problema de los estados modernos aparece cuando pretenden volver al Estado policial; esto pasa cuando enfrentan crisis políticas de intensidad amenazante.  Un Estado policial busca la vigilancia, la panóptica, el control absoluto; empero, descuida las garantías del funcionamiento del mercado, entonces se convierte en un obstáculo para el libre mercado y la libre empresa, aunque haga de policía para proteger sus intereses.

En lo que respecta a los estados socialistas del llamado socialismo real, retrocedieron del Estado liberal al Estado policial sin haber constituido un Estado socialista. No lograron conformar una gubernamentalidad socialista, que sólo podría consistir en la radicalización de la democracia, en el ejercicio de la democracia participativa; por lo tanto, no hubo un gobierno efectivo que exprese en su forma de gobierno la forma de un Estado socialista.  El Estado socialista no podía ser otra cosa que el horizonte político de una gubernamentalidad de la democracia radical y participativa; sin embargo, este camino se cerró, debido a la opción por el Estado policial, incluso desmesuradamente conformado con el mito del caudillo.  Paradójicamente los llamados estados del socialismo real opusieron al Estado liberal  el retrogrado Estado policial.

 

Foucault continúa el análisis:

 

De todas maneras, para resumir, estas discusiones alrededor del derecho, la vivacidad que tenían, el desarrollo intenso, además, de todos los problemas y teorías de lo que podríamos llamar derecho público, la reaparición de los temas del derecho natural, el derecho originario; el contrato, etc., que se habían formulado durante la Edad Media en un contexto muy distinto, todo eso, decimos, era en cierto modo el reverso y la consecuencia, así como la reacción contra esa nueva manera de gobernar que se establecía a partir de la razón de Estado. En realidad, el derecho y las instituciones judiciales que habían sido intrínsecas al desarrollo del poder real se convierten ahora, en cierto modo, tanto en exteriores como en exorbitantes con respecto al ejercicio de un gobierno según la razón de Estado. No es sorprendente ver que todos esos problemas de derecho siempre son planteados - en primera instancia, al menos - por quienes se oponen al nuevo sistema de la razón de Estado. En Francia, por ejemplo, es el caso de los parlamentarios, los protestantes, los nobles, que, por su parte, se refieren mas bien al aspecto histórico jurídico. En Inglaterra fue la burguesía contra la monarquía absoluta de los Estuardo, y fueron los disidentes religiosos a partir de comienzos del siglo XVI. En síntesis, la objeción a la razón de Estado en términos de derecho siempre se plantea por el lado de la oposición y, consiguiente, se ponen en juego contra ella la reflexión jurídica, las reglas de derecho y la instancia misma del derecho. El derecho público, digámoslo en pocas palabras, es opositor en los siglos XVII y XVIII, aun cuando, desde luego, unos cuantos teóricos favorables al poder real retoman el problema y tratan de integrarlo, de integrar las cuestiones de derecho, la interrogación formulada por éste a la razón de Estado y su justificación. En todo caso, hay una cosa que me parece necesario retener: si bien es cierto que la razón de Estado planteada, manifestada como Estado de policía, encarnada en el Estado de policía, tiene objetivos ilimitados, en los siglos XVII y XVIII hay una tentativa constante de limitarla, y esa limitación, ese principio, esa razón de limitación de la razón de Estado, la encontrarnos por el lado de la razón jurídica. Pero, como pueden ver, es una limitación externa. Por lo demás, los juristas saben bien que si la cuestión de derecho es extrínseca a la razón de Estado, pues definen esta última, precisamente, como lo que es exorbitante al derecho[23].

 

En la modernidad el derecho actúa como limitación al Estado, por lo tanto, limitación a las gubernamentalidades. La crítica jurídica es a las pretensiones absolutistas del Estado. El derecho propone límites a los gobernantes, acota sus facultades, busca en el Estado una composición de equilibrios de poderes. Este es el Estado de derecho. Esta es una de las tendencias jurídica-políticas de las limitaciones del Estado de excepción; la otra tendencia es económica, que busca el menor gobierno posible para dejar hacer y dejar pasar, en el sentido del mercado. El socialismo responde a la extensión de la estrategia del derecho; en cambio el neoliberalismo responde a la extensión de la estrategia económica. Sin embargo, ambas estrategias son estatalistas. En resumen, se puede decir que el socialismo cree en el derecho, en tanto que el liberalismo cree en el mercado y  el neoliberalismo cree en la competencia.

 

El análisis de la gubernamentalidad encuentra la complementariedad entre derecho y economía:

 

En una palabra, digamos que el principio de derecho, ya sea histórica o teóricamente definido, no importa, planteaba antaño cierto límite al soberano y  este podía decir: no franquearás esta línea, no pasarás por encima de este derecho, no violarás esta libertad fundamental. En esa época, el principio de derecho equilibraba la razón de Estado por medio de un principio exterior. Digamos que, como podrán verlo con claridad, entramos con ello en una era que es la de la razón gubernamental crítica. Y advertirán que esta razón gubernamental crítica o esta crítica interna de la razón gubernamental ya no va a girar en torno de la cuestión del derecho, de la cuestión de la usurpación y la legitimidad del soberano. Ya no va a tener esa especie de apariencia penal que aún tenía el derecho público en los siglos XVI y XVII cuando decía: si el soberano infringe esta ley, será preciso castigarlo con una sanción de ilegitimidad. Toda esa cuestión de la razón gubernamental crítica va a girar alrededor del "cómo no gobernar demasiado". Las objeciones ya no recaerían en el abuso de la soberanía sino en el exceso de gobierno. Y la racionalidad de la práctica gubernamental podrá medirse en relación con ese exceso o, en todo caso, la delimitación de lo que sería excesivo para un gobierno[24].

 

Se puede decir que el postulado primordial del liberalismo es no gobernar demasiado, en tanto que el postulado del neoliberalismo es dejar que la competencia decida. Sin embargo, no hay que olvidar que ni el liberalismo ni el neoliberalismo se desentienden del Estado; al contrario,  lo requieren.  Se puede decir entonces que el Estado tiene como dos discursos de legitimación; por un lado, el discurso jurídico-político; por otro lado, el discurso económico. Ambos discurso son estatalistas. El discurso socialista tampoco dejó de ser estatalista. Estos tres discursos estatalistas son los recursos “ideológicos” de la legitimación estatal, que no es otra cosa que el imaginario y la institucionalidad de las dominaciones múltiples. A pesar de sus grandes discusiones entre estos discursos, no dejan de ser complementarios, no dejan de pertenecer a la episteme o a las epistemes del poder.

 

El análisis continúa:

 

Pues bien, antes de caracterizarla de una manera abstracta les dije que esta transformación fundamental, creo, en las relaciones entre derecho y práctica gubernamental, este surgimiento de una limitación interna de la razón gubernamental se situaba y era identificable, a grandes rasgos, alrededor de la mitad del siglo XVI. ¿Qué fue lo que permitió su aparición? ¿Cómo es que ésta se produjo? Por supuesto, habrá que tomar en cuenta (y más adelante volveré a ello, al menos en parte) toda una transformación de conjunto, pero hoy querría indicar simplemente cuál es el instrumento intelectual, cuál es la forma de cálculo y de racionalidad que pudo permitir la autolimitación de una razón gubernamental como autorregulación de hecho, general,  intrínseca a la proporción de las operaciones mismas del gobierno y que podía ser objeto de transacciones indefinidas. Y bien, ese instrumento intelectual, el tipo de cálculo, la forma de racionalidad que permite a la razón gubernamental auto-limitarse, tan poco es ahora el derecho. ¿Cuál será el instrumento a partir de mediados del siglo XVIII? La economía política, desde luego. "Economía política": los equívocos mismos de la expresión y de su sentido en la época indican, por otro lado, de que se trataba fundamentalmente todo esto, porque ustedes bien saben que entre 1750 y 1810-1820 la expresión oscila entre diferentes polos semánticos. A veces apunta a cierto análisis estricto y limitado de la producción y la circulación de las riquezas. Pero "economía política" también alude, de una manera más amplia y más práctica, a todo método de gobierno en condiciones de asegurar la prosperidad de una nación. Y por último, [la] economía política - son, por otra parte, las palabras que utiliza Rousseau en su famoso artículo "Économie politique" de la Enciclopédie - es una suerte de reflexión general sobre la organización, la distribución y la limitación de los poderes en una sociedad. En lo fundamental, creo que la economía política es lo que permitió asegurar la auto-limitación de la razón gubernamental[25].

 

Como dijimos, el derecho y la economía se complementan. Lo hacen de tal manera que es la economía la que impone de manera efectiva la autolimitación del Estado. La economía política se convierte en la “ideología” dominante de la modernidad. La economía política se convierte en la consejera de los gobiernos, de las políticas, relegando al derecho; sin embargo, el derecho es el instrumento de legalización de las acciones del gobierno. El Estado liberal es el Estado que garantiza el funcionamiento de la economía y del mercado; por lo menos ese es el presupuesto liberal. Pasamos de un Estado policial a un Estado económico, por así decirlo, que dedica sus políticas fundamentalmente a la economía; es también un Estado de derecho; es decir, un Estado que se basa en las leyes y garantiza el cumplimiento de las leyes. Supuestamente este armazón jurídico apoya el desarrollo económico del Estado. La gubernamentalidad consiste en respetar los límites impuestos por el derecho, sobre todo por las condiciones de la economía. Ciertamente la gubernamentalidad liberal no puede definirse negativamente como autolimitación; en el marco de los límites la gubernamentalidad liberal tiene un amplio espacio de posibles acciones políticas.  Entre ellas, además de las políticas económicas, las políticas educativas, destinada a la formación de los ciudadanos, a la formación de los individuos. Que los gobiernos liberales singulares varíen en sus dedicaciones es otra cosa; lo que importa es no solamente comprender qué se interpreta a partir de su marco teórico político, sino que se requiere cumplir con estas tareas. La reproducción del Estado depende del cumplimento de las mismas. 

 

La exposición del nacimiento de la economía política continúa:

 

¿Por qué y cómo lo permitió? También aquí - a continuación entrare un poco más en detalle- me gustaría indicarles sencillamente una serie de puntos que son, a mi juicio, indispensables para comprender las cosas de las que quiero hablar este año. Pues bien, en primer lugar, la economía política - a diferencia, justamente, del pensamiento jurídico de los siglos XVI y XII - no se desarrolló fuera de la razón de Estado. No se desarrolló contra ella ni para limitarla, al menos en primera instancia. Al contrario, se formó en el marco mismo de los objetivos que la razón de Estado había fijado al arte de gobernar; porque, después de todo, ¿qué objetivos se propone la economía política? Se propone el enriquecimiento del Estado. Se propone el objetivo del crecimiento simultáneo, correlativo y convenientemente ajustado de la población por un lado y de los artículos de subsistencia por otro. ¿Qué procura la economía política? Garantizar de manera convincente, ajustada y siempre beneficiosa la competencia entre los Estados. Procura mantener cierto equilibrio entre los Estados para que la competencia, precisamente, pueda existir. Es decir que retoma con toda exactitud los objetivos correspondientes a la razón de Estado y que el Estado de policía, el mercantilismo y la balanza europea habían tratado de alcanzar. Por lo tanto, en primera instancia la economía política va a instalarse en el seno mismo de la razón gubernamental que habían definido los siglos XVI y XVII, y en esa medida, si se quiere, no va a tener de ningún modo la posición de exterioridad que mostraba el pensamiento jurídico. Segundo, la economía política no se propone en absoluto como una objeción externa a la razón de Estado y su autonomía política porque - y este es un aspecto que tendrá su importancia histórica - la primera consecuencia política de la primera reflexión económica que haya existido en la historia del pensamiento europeo [es], precisamente, una consecuencia contraria a lo que habían querido los juristas. Es una consecuencia que deduce la necesidad de un despotismo total. La primera economía política es, por supuesto, la de los fisiócratas, y ustedes saben que estos (luego volveré a ocuparme de ellos), sobre la base de su análisis económico, llegaron a la conclusión de que el poder político debía ser un poder sin limitación externa, sin contrapesos externos, sin frontera que surja de otra cosa que de sí mismo, y dieron a esto el nombre de despotismo. El despotismo es un gobierno económico, pero que dentro de sus fronteras no está encerrado, no está perfilado por otra cosa que una economía que el mismo ha definido y sobre la cual ejerce un completo control. Despotismo absoluto, y en esa medida, por consiguiente, podrán ver que la economía política no invirtió la pendiente esbozada por la razón de Estado, al menos en primera instancia o en ese nivel, y que esa economía se presentarse como la contabilidad de una razón de Estado que daba al monarca un poder total y absoluto. Tercero; ¿sobre qué reflexiona la economía política? ¿Qué analiza? Si el tema no son los derechos anteriores, presuntamente inscriptos ya sea en la naturaleza humana o en la historia de una sociedad determinada. La economía política reflexiona sobre las mismas prácticas gubernamentales y no las examina en términos de derecho para saber si son legítimas o no. No las considera desde el punto de vista de su origen sino de sus efectos, y no se pregunta, por ejemplo, qué autoriza a un soberano a recaudar impuestos, sino sencillamente qué va a pasar cuando se recaude un impuesto y cuando esto se haga en un momento preciso y sobre tal o cual categoría de personas o tal o cual categoría de mercancías. Importa poco que ese derecho sea legítimo o no, el problema pasa por saber qué efectos tiene y si estos son negativos. En ese momento se dirá que el impuesto en cuestión es ilegítimo o, en todo caso, que no tiene razón de ser. Pero la cuestión económica siempre va a plantearse en el interior del campo de la práctica gubernamental y en función de sus efectos, no en función de lo que podría fundarla en términos de derecho: ¿cuáles son los efectos reales de la gubernamentalidad al cabo mismo de su ejercicio? Y no ¿cuáles son los derechos originarios que pueden fundar esa gubernamentalidad? Ése es el tercer motivo por el cual la economía política pudo, en su reflexión, en su nueva racionalidad, tener su lugar en el seno mismo de la práctica y la razón gubernamentales establecidas en la época anterior. La cuarta razón es que al responder a ese tipo de interrogatorio, la economía política pone de manifiesto la existencia de fenómenos, procesos y regularidades que se producen necesariamente en función de mecanismos inteligibles. Esos mecanismos inteligibles y necesarios pueden ser contrariados, claro está, por determinadas formas de gubernamentalidad y ciertas prácticas gubernamentales. Pueden ser contrariados, enturbiados, oscurecidos, pero de todas maneras no podrán evitarse, no será posible suspenderlos total y definitivamente. De uno u otro modo reaparecerán en la práctica gubernamental. En otras palabras, la economía política no descubre derechos naturales anteriores al ejercicio de la gubernamentalidad. Sino cierta naturalidad propia de la práctica misma del gobierno. Hay una naturaleza propia de los objetos de la acción gubernamental. Hay una naturaleza propia de esa misma acción gubernamental, y la economía se va a dedicar a estudiarla. En consecuencia, esta noción de la naturaleza va a bascular enteramente alrededor de la aparición de la economía política. Para esta, la naturaleza no es una región reservada y originaria sobre la cual el ejercicio del poder no debe tener influjo, salvo que sea ilegítimo. La naturaleza es algo que corre por debajo, a través, dentro del ejercicio mismo de la gubernamentalidad. Para decirlo de algún modo, es la hipodermis indispensable. Es la otra cara de algo cuya faz visible, visible para los gobernantes, es la propia acción de estos. Su acción tiene un sustrato o, mejor, otra cara, y esa otra cara de la gubernamentalidad es justamente lo que estudia en su propia necesidad la economía política. No trasfondo, sino correlato perpetuo. Así, por ejemplo, los economistas explicarán como una ley de la naturaleza el hecho de que la población se desplace en procura de salarios más elevados, y también el hecho de que tal o cual arancel aduanero protector de los altos precios de los artículos de subsistencia entrañen fatalmente un fenómeno como la escasez[26].

 

El paso del Estado policial al Estado económico no se da sin transiciones; del Estado absoluto se pasa al Estado económico a través del despotismo, si se quiere se pasa por el conducto del despotismo ilustrado,  como le llaman los fisiócratas. Se trata de una forma de gobierno que requiere imponer políticas, leyes, normas, reglas, que coadyuven a la producción del país. Sin embargo, es el despotismo estatal el que va tener que ser limitado por el Estado de derecho, precisamente para dejar funcionar a la economía. A diferencia del derecho la economía política no aparece como externa al Estado, en tanto es una exterioridad que impone límites al Estado, sino como algo interno al Estado, como una dinámica que hacen al Estado mismo. En este sentido la economía política estudia los fenómenos económicos, sus funcionamientos, sus regularidades, sobre todo sus efectos. No se ocupa si tal acción de gobierno es legal o no, sino qué efectos tiene en la economía. Estudia qué determina la abundancia o, en su defecto, la escasez;  en esta perspectiva estudia las relaciones de la oferta y la demanda en el mercado, buscando explicar la determinación de los precios.

Ahora bien, el Estado de derecho no hace desaparecer el despotismo inicial; forma parte de sus sedimentaciones. En el plano de intensidad contemporáneo el Estado liberal se representa como un Estado de derecho; es más, se conforma, para garantizar sus autolimitaciones, como equilibrio de poderes. Sin embargo, toda la institucionalidad liberal no se desentiende del despotismo inicial; el Estado, al final de cuentas, es el monopolio de la violencia legítima. En este caso la narrativa liberal contrasta con el ejercicio efectivo de los gobiernos liberales. Por eso no deja de ser sugerente la relación entre narrativa y poder. La narrativa liberar es como la trama imaginaria donde creen actuar los gobernantes liberales; sin embargo, sus acciones desencadenan efectos no esperados en la sociedad. Esta es otra de las paradojas de la política, el contraste entre la narrativa política y el ejercicio mismo de la política.

La gubernamentalidad liberal debe sortear estos escollos, estos contrastes, debe gobernar las fuerzas del mercado dejándolas hacer, dejándolas pasar, debe dejar que actúe la mano invisible del mercado.  Sin embargo, paradójicamente, no puede dejar hacer y dejar pasar en otros terrenos del Estado. No puede dejar hacer y dejar pasar en el terreno político, no puede dejar hacer y dejar pasar en el terreno educativo, no puede dejar hacer y dejar pasar en terrenos sociales que requieren, mas bien, la intervención del Estado.  La gubernamentalidad liberal es paradójica; en política económica supuestamente aplica el dejar hacer y dejar pasar, en tanto que en las otras políticas aplica, por así decirlo, el despotismo ilustrado, del que hacían referencia los fisiócratas, como necesidad estatal. 

 

En la conclusión de la primera exposición del curso Foucault dice:

 

Para terminar, el último punto que explica cómo y por qué la economía política fue capaz de presentarse como forma primera de esa nueva ratio gubernamental auto-limitativa: si hay una naturaleza que es propia de la gubernamentalidad, sus objetos y sus operaciones, la práctica gubernamental, como consecuencia, sólo podrá hacer lo que debe hacer si respeta esa naturaleza. Si la perturba, si no la tiene en cuenta o actúa en contra de las leyes que han sido fijadas por esa naturalidad propia de los objetos que ella manipula, surgirán de inmediato consecuencias negativas para ella misma; en otras palabras, habrá éxito o fracaso, éxito o fracaso que son ahora el criterio de la acción gubernamental, y ya no legitimidad o ilegitimidad. Sustitución, pues, de la legitimidad por el éxito. Llegamos aquí, entonces, a todo el problema de la filosofía utilitarista, de la que tendremos que hablar. Y verán que una filosofía utilitarista podrá conectarse directamente con esos nuevos problemas de la gubernamentalidad (en fin, por ahora no importa, ya volveremos sobre esto). El éxito o el fracaso reemplazarán entonces la división legitimidad/ilegitimidad, pero hay más. ¿Qué llevará a un gobierno, incluso a pesar de sus objetivos, a perturbar la naturalidad propia de los objetos que manipula y las operaciones que lleva a cabo? ¿Qué lo impulsará a violar esa naturaleza, aun a costa del éxito que busca? Violencia, exceso, abuso: sí, tal vez, pero en el fondo de casos excesos, violencias y abusos, lo que estará en cuestión no será ni simple ni fundamentalmente la maldad de lo que está en cuestión, lo que explica todo, es que el gobierno, en el mismo momento en que viola esas leyes de la naturaleza, pues bien, sencillamente las desconoce. Las desconoce porque ignora su existencia, sus mecanismos, sus efectos. En otras palabras, los gobiernos pueden equivocarse. Y el mayor mal de un gobierno, lo que hace que sea malo, no reside en la maldad del príncipe, sino en su ignorancia. Para resumir; en el arte de gobernar y a través de la economía entran de manera simultánea, primero, la posibilidad de una autolimitación, que la acción gubernamental se limite a sí misma en función de la naturaleza de lo que hace y aquello sobre lo cual recae, [y segundo, la cuestión de la verdad]. Posibilidad de limitación y cuestión de la verdad: ambas cosas se introducen en la razón a través de la economía política[27].

 

Reiterando la argumentación expone:

 

Con la economía política ingresamos entonces a una época cuyo principio podría ser el siguiente: un gobierno nunca sabe con suficiente certeza que siempre corre el riesgo de gobernar demasiado, o incluso: un gobierno nunca sabe demasiado bien cómo gobernar lo suficiente y nada más. El principio del máximo y el mínimo en el arte de gobernar sustituye la noción de equilibrio equitativo, de la "justicia equitativa" que ordenaba antaño la sabiduría del príncipe. Pues bien, en esta cuestión de la autolimitación por el principio de la verdad, ésa es, creo, la cuña formidable que la economía política introdujo en la presunción indefinida del Estado de policía. Momento capital, sin duda, pues se establece en sus lineamientos más importantes; no, por supuesto, el reino de lo verdadero en la política, sino cierto régimen de verdad que es justamente característico de lo que podríamos llamar la era de la política y cuyo dispositivo básico, en suma, sigue siendo el mismo en nuestros días. Cuando digo régimen de vedad no quiero decir que la política o el arte de gobernar, si lo prefieren, por fin accede en esta época a la racionalidad. No quiero decir lo que en ese momento se alcanza una especie de umbral epistemológico a partir del cual el arte de gobernar puede llegar a ser científico. Me refiero a que ese momento que trato de indicar actualmente está marcado por la articulación con una serie de prácticas de cierto tipo de discurso que, por un lado, lo constituye como un conjunto ligado por un lazo inteligible y, por otro, legisla y puede legislar sobre esas prácticas en términos de vedad o falsedad[28].

 

El tema del régimen de verdad es primordial en la obra de Foucault; desde las Palabras y las cosas hasta la Arqueología del saber Foucault despliega una crítica epistemológica de las estructuras de pensamiento[29]. El régimen de verdad es una institucionalidad que establece las condiciones, las normas, las reglas de funcionamiento y verificación de la verdad. La economía política, en tanto formación discursiva es uno de esos regímenes de verdad. De acuerdo a Foucault el régimen de verdad coadyuva a la autolimitación del Estado. ¿De qué manera lo hace? Foucault lo dice: Me refiero a que ese momento que trato de indicar actualmente está marcado por la articulación con una serie de prácticas de cierto tipo de discurso que, por un lado, lo constituye como un conjunto ligado por un lazo inteligible y, por otro, legisla y puede legislar sobre esas prácticas en términos de vedad o falsedad. Se trata de prácticas discursivas; en este sentido, se trata del haz de relaciones, que constituyen los enunciados, que hacen inteligible o, si se quiere, interpretable, el campo económico, por así decirlo, pero también el campo político. Formación discursiva que, además, legisla sobre prácticas no discursivas.   

 

La conclusión del primer curso hace el acento en por qué se comienza con el nacimiento del neoliberalismo antes de comenzar el curso con el nacimiento de la bio-política. Dice que para entender la bio-política hay que entender en qué consiste el neoliberalismo. Por otra parte dice que para hablar de bio-política hay que partir de la población, de la forma de gobierno sobre la población, a diferencia de la forma de gobierno del territorio y de la forma de gobierno sobre el pueblo.  La tercera anotación tiene que ver con el nacimiento del neoliberalismo en Alemania, en las condiciones de una Alemania derrotada, destruida por la guerra, rendida a los aliados, una Alemania que no podía darse como soberanía política, menos contar con unas fuerzas armadas, tal como las había conformado antes, en su historia moderna.  Foucault dice: 

 

Creí que este año hacer un curso sobre la biopolítica. Trataré de  mostrarles que todos los problemas que intento identificar actualmente tienen como núcleo central, por supuesto, ese algo que llamamos población. Por consiguiente, será a partir de allí que pueda formarse algo semejante a una biopolítica. Pero me parece que el análisis de la biopolítica sólo puede hacerse cuando se ha comprendido el régimen general de esa razón gubernamental de la que les hablo, ese régimen general que se llama cuestión de la verdad, primeramente de la verdad económica dentro de la razón gubernamental; y por ende, si se comprende con claridad de que se trata en ese régimen que es el liberalismo, opuesto a la razón de Estado - o que, antes bien, [la] modifica de manera fundamental sin cuestionar quizá sus fundamentos-, una vez que se saca qué es ese régimen gubernamental denominado liberalismo, se podrá, me parece, captar qué es la biopolítica. Entonces, perdónenme, durante una cantidad de clases cuyo número no puedo fijar de antemano, les hablaré del liberalismo. Y para que los objetivos de esto parezcan acaso un poco más claros, porque, después de todo, ¿qué interés hay en hablar del liberalismo, de los fisiócratas, de Argenson, de Adam Smith, de Bentham, de los utilitaristas ingleses, como no sea el hecho de que, desde luego, el problema del liberalismo se nos plantea efectivamente en nuestra actualidad inmediata y concreta? ¿De qué se trata cuando se habla de liberalismo, cuando a nosotros mismos se nos aplica en la actualidad una política liberal? ¿Y qué relación puede tener esto con esas cuestiones de derecho que llamamos liberales? ¿Cuál es la cuestión en todo esto, en este debate de nuestros día en que, curiosamente, los principios económicos de Helmut Schmidt hacen un raro eco a tal o cual voz procedente de los disidentes del Este? ¿De qué se trata todo este problema de la libertad, del liberalismo? Bueno, es un problema que nos es contemporáneo. Entonces, si quieren, después de haber situado el punto de origen histórico de todo esto poniendo de relieve lo que a mi juicio es la nueva razón a partir del siglo XVIII, daré un salto adelante y les hablaré del liberalismo alemán contemporáneo porque, por paradójico que sea, la libertad en esta segunda mitad del siglo XX, o el liberalismo, para ser más exactos, es una palabra que nos viene de Alemania[30].

                                                                                                                             

Esta historia del neoliberalismo, más bien, este nacimiento del neoliberalismo, es aleccionador. Se da en las condiciones del derrumbe de un Estado, el alemán del Tercer Reich, se da en las condiciones de la derrota de las fuerzas armadas alemanas, sobre las condiciones de la rendición, además se da en una Alemania destruida, que requería urgentemente de la reconstrucción. No se podía pensar la construcción del Estado sobre la base de la soberanía política; no se podía pedir que salgan los ejércitos de ocupación. Además hay que tener en cuenta el contexto de la guerra fría de los dos bloques geopolíticos; el bloque soviético, por un lado, el bloque de los estados liberales, por otro. La apuesta entonces va a ser construir un Estado ocupado sobre la base de la soberanía económica. Esta es pues la razón última por la que se aplica un modelo neoliberal con las características teóricas con las que se conforma en la Alemania de posguerra. Este hecho contrasta con la aplicación posterior en América Latina del proyecto neoliberal, concretamente, primero en Chile. No es sobre la ausencia de Estado sino, al contrario, sobre el exceso de Estado, en las condiciones perversas del Estado de excepción, después del golpe militar contra el gobierno de la Unidad Popular. Es, por así decirlo, en un Estado soberano, gobernado por una dictadura militar, donde y cuando se aplica el primer proyecto neoliberal en América Latina. No es exactamente la teoría del neoliberalismo alemán y austriaco el que entra en juego, sino la interpretación de los llamados Chicago boys; pero, sobre todo, el paquete preparado y elaborado por los especialistas del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. ¿Cuál es la diferencia?

Entre las pocas salidas que tenía Alemania de la posguerra una de esas era esta, la de aplicar un proyecto neoliberal, que se base en la reconstrucción económica de Alemania, aunque en la práctica lo haya hecho combinando con las políticas de la socialdemocracia, las políticas del Estado de Bienestar. En cambio, en Chile, es la solución impuesta por el imperialismo norteamericano, apoyando la salida despótica de la oligarquía y burguesía chilena. No es una salida para la reconstrucción de la economía chilena, sino una salida para la destrucción de la acumulación política del pueblo chileno, de su proletariado y de sus organizaciones sociales. Fue una salida política, no económica, para el desmantelamiento de la organización social del proletariado y del pueblo de chile. Fue un modelo de despolitización, por lo tanto de domesticación, aplicado masivamente, apoyada por una sañuda y sistemática represión de largo aliento. Por lo tanto, hablamos de dos cosas diferentes, no solo por los contextos histórico-políticos, sino también por los objetivos perseguidos, incluso los métodos utilizados, además de los organismos internacionales involucrados. Sin embargo, a ambas versiones contrastantes se les llama neoliberalismo. Este es el problema de la narrativa neoliberal, sobre todo de la narrativa política neoliberal.

En el resto de América latina, a diferencia de Chile, la aplicación del proyecto neoliberal se lo hace bajo gobiernos democráticos. En Bolivia, cuando un gobierno democrático conservador sustituye a un gobierno populista de izquierda que se hunde en sus contradicciones. El procedimiento va a ser parecido, a pesar de sus propias singularidades y diferencias; privatización de las empresas públicas, privatización de las reservas fiscales, privatización de los recursos naturales, suspensión de los derechos de los trabajadores, expropiación de los ahorros sociales, flexibilización, libre mercado; todo esto bajo el discurso del achicamiento del Estado, que puede interpretarse como autolimitación estatal, como gobernar lo menos posible, de acuerdo al discurso liberal. Sin embargo, esto no era más que discurso; en la práctica, el Estado fue agrandado, sobre todo para imponer, usando el monopolio de la violencia, la privatización y la suspensión de los derechos sociales largamente conquistados.

Cuando los gobiernos neoliberales en América latina entraron en crisis, sobre todo en Sud América, cuando el proyecto neoliberal no solamente entró en crisis, manifestando sus profundas contradicciones, la movilización y el levantamiento popular, las resistencias sociales, cambiaron la correlación de fuerzas. Gobiernos de izquierda fueron instituidos por victorias electorales contundentes. Gobiernos llamados progresistas o populistas, incluso neo-populistas, ingresaron al poder acompañados por un discurso anti-neoliberal, lo que también amplió su convocatoria. Sin embargo, después de varias gestiones no se ve claramente que hayan salido de políticas monetaristas, de las condiciones de un Estado rentista, sobre todo de un modelo extractivista, que, mas bien, lo han expandido e intensificado. Entonces surge la pregunta: ¿Cuál es la diferencia entre los llamados gobiernos neoliberales y los gobiernos progresistas? También la otra pregunta: ¿Cuál es la relación entre neoliberalismo y populismo, es realmente antagónica?

 

 

Hipótesis interpretativa sobre los gobiernos progresistas

 

Los gobiernos progresistas o los gobiernos neo-populistas, los cuales se reclaman del socialismo del siglo XXI, también del socialismo comunitario, configuran un perfil de gobierno pragmático, realista político, que apuesta a mejorar los términos de intercambio de una economía extractivista y un Estado rentista. Usan parte de los recursos para plasmar políticas sociales coyunturales, como la de los bonos, que también comparten los gobiernos neoliberales de Sud América, como es el caso de Colombia. No se puede negar que sus políticas sociales, tomando en cuenta las diferencias absolutas y porcentuales en la inversión social, han tenido impacto positivo, mejorando las condiciones de los estratos medios pobres y quizás de ciertos estratos populares vinculados al cooperativismo minero, a la producción de la hoja de coca, a la colonización de tierras bajas, principalmente amazónicas, así como vinculados al comercio, a los que podemos incluir a los conglomerados contrabandistas. Sin embargo, no han cambiado cualitativamente ni la estructura de salud, ni la estructura social, tampoco la estructura educativa; preservándose, en este último caso, la pauperización de la enseñanza, sometida al chantaje de la demagogia. Ciertamente, hay que diferenciar contextos nacionales; en unos caso ha habido mayor atención, sobre todo en lo que respecta a la expansión de la formación popular, como es el caso de Venezuela; en contraste, en otros casos, como el de Bolivia, ha preponderado la demagogia, el colaje, llevando casi al colapso la calidad educativa.

Ciertamente las dimensiones gigantescas de lo que acontece en Brasil le da otros alcances a las políticas sociales, económicas y educativas. En Brasil ha habido una preocupación y un cuidado creciente en la educación desde hace un buen tiempo; sobre todo se ha remarcado el interés en la formación superior y en la formación científica y técnica. Esta iniciativa ha sido retomada por los gobiernos del PT en gran escala apuntando a convertir a Brasil en una potencia mundial. Las políticas económicas han tenido un horizonte desde las transformaciones dadas por Getulio Vargas; este horizonte es el de la industrialización. Se puede decir que Brasil ha experimentado la revolución industrial, la revolución tecnológica-científica y la revolución cibernética; sin embargo, como dice Francisco de Oliveira, esto acontece como en un desarrollo desigual y combinado, dándose en una formación abigarrada, donde persisten no solamente las grandes desigualdades, sino sobre todo el peso de una economía extractivista y de un Estado rentista. Las políticas sociales han transformado la estructura social de Brasil en su conjunto, incorporándose a las clases medias contingentes masivos sociales. Sin embargo, este efecto contrasta con el enriquecimiento abismal de una burguesía sindical, ahora aliada a la tradicional burguesía y oligarquía brasilera.

Se puede hablar en Venezuela de una recuperación soberana de los hidrocarburos, por medio de las nacionalizaciones, generando no solamente una mejora importantísima en los términos de intercambio, también logrando mejorar significativamente el precio de los hidrocarburos, al re-integrar y coaligar a la OPEP. A partir de estos excedentes se ha desplegado una cuantiosa inversión social, dando lugar a formaciones, en principio, de carácter autogestionario, como las comunas, y también proyectos estratégicos de alcance como las misiones, además de la expansión de las universidades populares. Sin embargo, esto también contrasta con el enriquecimiento de la burocracia, que se ha convertido en la burguesía funcionaria de la revolución bolivariana. Por otra parte, lejos de abrirse a la iniciativa popular, a la participación popular, a la democracia participativa, a la economía comunitaria, como establece la Constitución, el partido de gobierno ha empujada cada vez más a formas de conducción autoritarias, jerárquicas y prebéndales, formando clientelas.  La revolución bolivariana se ha estancado en sus contradicciones profundas; la burocracia evita encontrar soluciones emancipadoras, prefiere el discurso de la propaganda, el discurso “ideológico” de confrontación. Se obstaculiza entonces las salidas a la crisis política, se impide que estas salidas se gesten social y colectivamente, aprovechando los contingentes populares formados por el proceso de cambio.

Venezuela en vez de salir del modelo extractivista lo ha ahondado, envés de salir del Estado rentista, lo ha profundizado, en vez de avanzar con la movilización popular, la usa para contra marchas, disminuyendo sus capacidades emancipadoras al rol triste de apoyo a la represión. La revolución industrial está lejos, quedó en proyectos no iniciados, en el mejor caso, inconclusos. La desidia de una burocracia prepotente ha terminado desordenando los circuitos de abastecimiento de bienes, generando escasez inconcebibles.

En Ecuador la revolución ciudadana ha derivado en la contradicción manifiesta entre un gobierno pragmático - que prefiere extender intensamente el extractivismo, concediendo a empresas trasnacionales mineras y petroleras territorios que no podría comprometer desde la perspectiva de la Constitución – en contraposición de la Constitución del Estado plurinacional, entre un gobierno del Estado rentista en antagonismo con las naciones y pueblos indígenas; entre un gobierno de caudillo en confrontación con activistas sociales, ecologistas, descolonizadores, que son como la reserva ética de un proceso político constituyente.

En Bolivia un gobierno que dice ser el gobierno de los movimientos sociales, que decreta que ya estamos en el Estado plurinacional, ha terminado aprobando una Ley minera que no solamente atenta contra la Constitución, sino que es el paraíso fiscal para el extractivismo destructivo y para las empresas trasnacionales mineras. Con eso efectúa un paso peligroso, catalogado por la Constitución como traición a la patria, que ni los neoliberales se habían atrevido. También en este caso se repiten características descritas de los gobiernos progresistas de Sud América, sólo que se dan de una manera más dramática y grotesca como cuando se aprueba una Ley de la Madre Tierra y Desarrollo Integral que convierte a la Madre Tierra en cenicienta del desarrollo, sobre todo, de manera velada, cenicienta del modelo colonial extractivista del capitalismo dependiente.

 

No vamos a ser ahora exhaustivos en la descripción de estas características de los gobiernos neo-populistas, nos remitimos a otros ensayos[31]. Lo que importa es interpretar la forma de gobierno neo-populista.

La forma de gobierno neo-populista, si bien no logra conformar e instituir una gubernamentalidad propia, conforma un perfil de gobierno que se caracteriza primordialmente por las relaciones de dominación afectivas, que son las relaciones clientelares, entre el caudillo y las clientelas, entre la burocracia y las clientelas, entre los dirigentes y las clientelas. En lo que respecta a las políticas, la composición es la de un colaje abigarrado, donde se combinan políticas monetaristas heredadas, cada vez más preponderantes, con inversiones sociales que tienden a ser más bien de impacto coyuntural. Salvo Brasil, las políticas económicas no se ocupan efectivamente de crear, consolidar, ampliar, transformar las estructuras productivas; no hay pues políticas de industrialización. En este caso, no es posible hablar de una autolimitación del Estado por el derecho, que aquí quiere decir la Constitución, tampoco de una limitación interna de la economía política, sino, mas bien, asistimos a la emergencia de formas desmesuradas de despotismo y de manejo arbitrario de las clientelas.     

    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Crónica de tres muertes anunciadas

 

 

 

 

 

Es hermosa la escritura del cuento de Gabriel García Márquez, que lleva el título de Crónica de una muerte anunciada. Es magistral no sólo la técnica sino el juego metafórico, sus entramados, la manera de retener la atención del o la lectora. Desde un principio conocemos el desenlace; sin embargo, no dejamos el libro, como se supone que nos pasa en una película policial cuando alguien nos adelanta quien es el asesino. Lo que voy a escribir no es un cuento, ni pretende tener la maestría del literato consagrado, ya ausente de nosotros, aunque presente en nuestra memoria. Lo que voy a escribir es una especie de relato, aunque también análisis crítico, de tres muertes anunciadas: la del llamado “proceso de cambio”, que enterramos en las últimas elecciones; la de una disparatada y hojarasca congregación política llamada “oposición”; la del MAS, partido del gobierno populista, por lo tanto, también del gobierno populista. Aunque haya ganado las elecciones, abrumadoramente, esta suma estadística, no cubre sus vacíos incurables e inocultables, vacíos que comparten la oquedad con espesas complicidades corrosivas de prácticas paralelas de chantajes, coerciones y corrupciones. Entonces, ya conocen las tres muertes, ahora la tarea es mantenerlos atentos en la crónica de las mismas anunciadas.

 

La muerte del “proceso de cambio”

 

No vamos a definir, de nuevo, lo que llamamos “proceso de cambio”, ya lo hicimos en la exposición Reflexiones sobre el proceso de cambio[32]. Vamos a retomar la detección de síntomas, aunque también de signos, usando esta categoría ampliamente, que anuncian la muerte del “proceso de cambio”. Parece que nace con su marca, tal como se presenta Aureliano Buen Día, con su rostro iluminado y su mirada perdida[33]. Cuando en el tumulto congregado de los eventos de las rebeliones, levantamientos y movilizaciones, que convirtieron las resistencias en ofensiva popular, lo que se va gestando, como tendencia con pretensiones hegemónicas es nuevamente el estilo político autoritario de las representaciones caudillistas. Este estilo antiguo de buscarse un símbolo que exprese las ansias de todos es una conmovedora muestra de que los sublevados, a pesar de la rebelión del momento, todavía encarnan la dominación patriarcal inscrita en sus cuerpos. La solución de esta clase de sublevados es cambiar de una forma de dominación a otra forma de dominación. Todos juegan a esta comedia, invistiéndola del teatro político que representa al retorno de las anteriores revoluciones evocadas, aunque lo único que retornan son los fantasmas de esas revoluciones. Entonces la sublevación no era nada más que un acto de catarsis, para sacarse de encima todo el sufrimiento acumulado y vengarse de los amos y patrones expulsados. Cuando una revolución se limita a la venganza, a satisfacerse con expulsar a los anteriores dominantes, no hace otra cosa que jugar al cambio de mandos, ilusionándose que estos cambios significan transformaciones radicales, cuando lo único que pasa es el cambio de vestuario de los personajes o, si se quiere, el cambio de vestuarios, de personajes, incluso de guiones y de discursos, empero, preservando la misma trama del poder, no es más que una revolución imaginaria.

Los cultores del “proceso de cambio” suelen acudir a estadísticas para demostrar que hay cambios; hablan, por ejemplo, del crecimiento de las arcas, del crecimiento económico, del aumento de las reservas. Con este recuento cuantitativo creen demostrar cambios; ¿cambios en qué? ¿En las cantidades, mas bien, en las representaciones cuantitativas, en los indicadores? Esto no es más que una suma aritmética, una comparación de promedios y de indicadores, de un periodo con otro. ¿Pero, éste es cambio? Puede hablarse de una mejora económica, de una disponibilidad mayor de recursos; sin embargo, es difícil entender que entienden por “cambio” estos apologistas del crecimiento económico; dicho de otra manera, es difícil decodificar como cambio lo que llaman “cambio” estos descriptores de cuadros estadísticos. Sabemos que el cambio no solamente es movimiento sino transformación, si se quiere, incluso mutación. Tiene que haber entonces movimiento, mutación y transformación de las condiciones donde se dan los sucesos, para poder interpretar estos sucesos en contextos distintos, para que tengan un valor distinto. Pero, cuando las estructuras económicas siguen siendo las mismas, cuando las estructuras sociales siguen siendo las mismas, a no ser que se crea que esto acontezca por irradiación cuando cambia la élite gobernante. Esto es un postulado elitista, reduce la revolución al cambio de élites. Esta es la pretensión de legitimación de la nueva élite y del discurso que trata de explicar las cosas de esa manera.

Tanto los “analistas” de Naciones Unidas, así como los “ideólogos” del gobierno progresista, se explayan de hablar de cambios sociales señalando indicadores de disminución de la pobreza, indicadores del engrosamiento de las clases medias, indicadores del incremento paulatino del producto bruto per-cápita. Para toda esta gente “cambio” es obtener indicadores que muestren estos desplazamientos en la disminución de la pobreza, en el aumento de las clases medias, en el mejoramiento del producto per-cápita.  Esta es una concepción elemental de lo social. Estos sociólogos improvisados han reducido la cuestión social a desplazamientos cuantitativos de masas de pobres, de masas de consumo, de masas de dinero distribuido, obviamente estadísticamente. Los llamados “analistas políticos”  hacen coro de estas sandeces. Algo que no se debe olvidar, por lo menos desde las formaciones discursivas que acompañaron “ideológicamente” a las revoluciones, es que el cambio social no puede disociarse de la emancipación, de la liberación social. Cambio social quiere decir mayor capacidad de la potencia social. El discurso socialista hablaba de la sociedad sin clases; ahora el socialismo del siglo XXI habla de socialismo de una sociedad de clases sui generis. Esto, en tiempos de mi abuela, no era otra cosa que una estafa, dar gato por liebre.

Lo grave aparece en los otros síntomas. Se llama revolución cultural a la incorporación de rituales andinos en las ceremonias del poder. Antes se llamaba revolución cultural, por lo menos en el discurso marxista, a la recuperación de los consejos, de los soviets, del pueblo socialista, del poder, arrancándoles los dispositivos de decisión a los burócratas del partido. También podemos hablar de revolución cultural desde un enfoque descolonizador, decir, por ejemplo, que la revolución cultural corresponde a la emergencia, profusión, irradiación, circularidad, de las culturas dominadas por la cultura dominante impuesta. Sin embargo, es imposible encontrar que esto acontezca, a no ser que se crea, que este acontecimiento descolonizador se reduzca a la presencia de rostros morenos en el gobierno, en el congreso, en los tribunales, como se le ocurre a un encumbrado “ideólogo” que ahora dispone del monopolio de la violencia. Esto no solamente es una farsa, sino una adulteración del sentido mismo de descolonización.

La llamada revolución democrática ha sido reducida a la reiteración de concentraciones masivas de organizaciones sociales que acuden a los eventos políticos para escuchar, si es que escuchan, y para aplaudir a los oradores. Quizás lo que alienta a estas masivas concentraciones es ver al caudillo, con el que tienen una relación afectiva. En todo caso, por más motivada que sea esta visita concentrada al caudillo, no puede llamarse a este escenario de devoción revolución democrática. No tiene nada que ver con el ejercicio de la democracia participativa. Al contrario, son los escenarios de legitimación de las formas autoritarias, jerárquicas, que rayan en el despotismo. Solo a los aduladores más consumados y a los apologistas más delirantes se les puede ocurrir llamar a esto revolución democrática.

 

Es complicado seguir hablando de nacionalización, sobre todo se hace patético cuando se explayan en publicidades que muestran en imágenes los grandes logros de la “nacionalización”. ¿Una nacionalización sin expropiaciones? ¿Una nacionalización que después de un decreto de recuperación soberana, sustantiva en los términos de intercambio, entrega el control técnico de la explotación a las empresas trasnacionales extractivistas en los contratos de operaciones? ¿Una “nacionalización” cuando se adelantan los contratos de operaciones sin haber terminado la auditoria a las empresas trasnacionales hidrocarburíferas? ¿Una “nacionalización” cuando la empresa pública no controla efectivamente los flujos, tampoco los informes de gastos con los que se descuentan las empresas trasnacionales, otorgándoles cuantiosas devoluciones? Pretender demostrar que hubo “nacionalización” por que mejoraron los ingresos del Estado es confundir términos de intercambio con nacionalización. Asistimos a turbadores escenarios de patéticos nacionalizadores, quienes consideran que “nacionalización” es compra de acciones, reduciendo esta medida, tan cara para los gobiernos y los pueblos de mediados del siglo XX, al juego bursátil.

 

El llamado “proceso de cambio” fue mostrando los síntomas alarmantes de su propia decadencia. Fue mostrando lo que acontecía al interior del “proceso”, atestado de contradicciones. Fue demostrando su demolición interna, sobre todo en la historia triste del desmantelamiento de la Constitución. No hubo desarrollo legislativo, al contrario,  hubo continuidad de la legislación anterior a la Constitución. Los mismos procedimientos, los mismos métodos jurídicos, los mismos juegos tramposos políticos, se repitieron al hacer las leyes y hacerlas aprobar por un Congreso que ni las leía o le faltaba el tiempo para leerlas, pues les entregaban las mismas, en el mejor de los casos, un día antes, en el peor de los casos, unas horas antes, incluso en el momento mismo de aprobarlas. Las leyes aprobadas en las dos gestiones del gobierno progresista se encargaron de restituir el orden, de restaurar el Estado-nación, evitando cualquier clausula, cualquier artículo, que dé pie a la mínima posibilidad de desordenar el escenario del poder, el monolítico escenario del poder, nono-nacional, mono-institucional, mono-cultural, de la colonialidad institucional. No vamos, ahora a referirnos concretamente a cada una de estas leyes, sobre todo las que hacen de eje de la restauración, nos remitimos a los escritos donde tratamos pormenorizadamente estos temas[34].

 

El “proceso” como conjunto sucesivo de pasos, técnicas, procedimientos, transformaciones, para lograr un producto, que en este caso sería el cambio cualitativo histórico-social, fue afectado internamente, aterido en su propia dinámica; por lo tanto, detenido, en su marcha, sin llegar nunca a producir el añorado cambio. El “proceso de cambio” murió, en principio, poco a poco, por las decisiones y medidas políticas que tomaba el gobierno, en sentido contrario al “proceso” mismo y a la Constitución. Después de una manera más rápida, en la medida que el realismo político y el pragmatismo preponderante en el gobierno se inclinaron decididamente a expandir intensamente el modelo extractivista. Este es quizás el conjunto de hechos más demoledor del “proceso de cambio”, pues reitera el restablecimiento perseverante de las condiciones coloniales del capitalismo dependiente. ¿Por qué lo hacen? ¿Por qué no les queda otra cosa? ¿Por qué necesitan recurso para la inversión social y la inversión productiva, como dicen? ¿No hay alternativas? ¿Cuándo la realidad se ha vuelto tan restrictiva? Sólo en la cabeza dependiente de los gobernantes. Es lamentable escuchar argumentos tan tristes como esos. La relación de dependencia alimenta al imperialismo, usando el mismo término que usan los “ideólogos” del socialismo del siglo XXI, recrea el imperialismo. Si se quiere romper con el imperialismo, lo primero que hay que hacer, por lo menos teóricamente, es quitarle la energía con la que se alimenta. Esta es pues la paradoja de las mismas nacionalizaciones. ¿Nacionalizar para seguir vendiéndole al imperialismo la energía que requiere, con la diferencia de la mejora de los términos de intercambio? Esto se hace más problemático cuando no se nacionaliza de a de veras.

Es impresionante constar cómo el imaginario de la modernidad, que es el imaginario capitalista, se cristalizado en los huesos. Los gobernantes progresistas no se imaginan otra realidad que la capitalista. Están tan lejos de constatar que la vida siempre ha funcionado sin capital, la vida ha inventado la vida, sin necesidad de inversiones de capital. Han perdido toda imaginación, han perdido toda capacidad de inventiva, también de iniciativa; lo peor es que se encargan de usar sus dispositivos de poder para reprimir toda inventiva, toda iniciativa, toda capacidad creativa de la sociedad. Con esta clase de “revolucionarios” no se hace revolución sino se la asesina.

 

Sabemos que hablar de la muerte del “proceso de cambio” es una metáfora, más aún, cuando hablamos de que en las últimas elecciones se ha enterrado el cadáver del “proceso de cambio”. El “proceso” no es un cuerpo biológico para morir, aunque lo padezca, lo vivan, múltiples cuerpos involucrados.  Ciertamente no hablamos de la muerte de estos múltiples cuerpos involucrados, sino figurativamente de la muerte de un “proceso de cambio”. Las metáforas son ilustrativas, enseñan mejor que los conceptos teóricos, aunque en el substrato de los mismos siempre haya una metáfora. La ventaja de la metáfora es que muestra figurativamente lo que se quiere decir; en tanto que la desventaja del concepto es que quiere explicar abstractamente lo que acontece con su referente. Entonces, conceptualmente, habría que hablar de los efectos de la convulsión, en el sentido de su desenlace o realización, resultante,  de un conjunto de contradicciones, inherentes a un periodo político. Sin embargo, esta interpretación u otra teórica, no podrá mostrar el dramatismo de los sucesos. Hablamos de la muerte del “proceso de cambio” para ilustrar el drama padecido por las multitudes que se involucraron con dicho “proceso”.

 

Cuando el autonombrado “gobierno de movimientos sociales” lanza la inconsulta medida del “gasolinazo”, cuando interviene e invade el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure, cuando aprueba una Ley minera, que es paraíso fiscal para las empresas trasnacionales extractivistas mineras,  sabemos que el “proceso” ha muerto. Es la constatación que el gobierno progresista ha terminado enredado en la telaraña del poder, de que se ha convertido en engranaje del poder,  de esas condiciones de dominación, de esos mecanismos de dominación, de esos efectos de dominación, institucionalizados, que perviven a pesar de las revoluciones

La lección que todo y toda revolucionaria debería haber aprendido de la experiencia política de la modernidad - hablando en ese lenguaje y tono militante, un tanto para poner en escena ciertos enunciados pedagógicos - es que no se toma el poder, no se puede tomar el poder, es el poder el que te toma, el que toma a los “revolucionarios” que se atreven a ocuparlo. El poder tiene que ser destruido, tiene que ser desmantelado, para poder inaugurar un horizonte más allá del capitalismo.

 

 

Las otras dos muertes

 

Aduladores, apologistas, “analistas políticos” se han apresurado a aplaudir la contundente victoria electoral del MAS. Para todos ellos este resultado demuestra los aciertos del gobierno progresista o, desde la perspectiva oponente, el error de no haber unido las fuerzas de la oposición. Toda esta gente se pierde en los datos estadísticos; como si de por sí solos tuvieran un valor explicativo. Todo estadístico sabe que la ciencia de la medida, de la cuantificación, del análisis matemático, de la evaluación y descripción probabilística, es decir, la estadística, es un instrumento de medida, de cálculo, de estimación, que de por sí no tiene valor explicativo. Para que el indicador, o la serie de indicadores, la serie de cuadros, explique, se requiere de investigaciones en profundidad, de carácter cualitativo, para poder dar cuenta lo que dicen, en el fondo, no solamente descriptivamente, los datos. La explicación se encuentra entonces en la posibilidad de hacer inteligible el acontecer, las formas del acontecer, las tendencias del acontecer. Sin embargo, tanto aduladores, apologistas y “analistas” prefieren el camino fácil, prefieren abusar de la variación y diferencia de los datos. Esta inclinación facilista sería perdonable sabiendo que se trata de gente no especialista en estadística; empero, resulta grave cuando se la usa políticamente.

Contradiciendo estas interpretaciones nuestra interpretación es distinta. Los resultados electorales no validan la conducción política. Las elecciones forman parte de la reproducción y legitimación del poder; esto es lo que acontece generalmente. Cuando las elecciones, después de una convulsión social, abre un horizonte constituyente son como la verificación de victorias políticas populares. En este sentido, las elecciones pueden ayudar a fortalecer institucionalmente el desemboque parcial de las luchas sociales. Sin embargo, esto no es una generalidad; son las excepciones que confirman la regla.

Estas últimas elecciones son la manifestación de la decadencia política. Evidentemente diferentes a las del 2005, también a las del 2009, cuando todavía había entusiasmo, todavía se daba la pelea por la Constituyente y la Constitución; se  nota, de lejos, la ausencia de entusiasmo, la elementalidad de las propagandas, lo grotesco puesto en mesa de discusión. Fueron elecciones como cualquier otra que se da en el mundo; donde prepondera el esfuerzo publicitado de la imagen, dejando de lado los contenidos políticos.  Se enfrentaron, por un lado, un bloque clientelar, decidido a preservarse en el poder, y otro campo disperso de una oposición no solamente descuartizada, sino también mediocre y sin argumentos. Ambos, tanto el bloque como ese campo político disperso de la llamada oposición, forman parte de lo mismo, de la compulsión de deseo de poder. Unos pedían mayor institucionalidad, otros pedían respeto a la Constitución, reduciéndola a unos cuantos artículos des-contextuados. Estas posiciones no podían oponerse al mito, al mito del caudillo, que a pesar del desencanto popular todavía mantiene de rehén a sus numerables clientelas, todavía tiene cierto apego afectivo de las mayorías. ¿Por quién iban a votar?  ¿Por algún candidato de la oposición, por los que les recuerdan los periodos anteriores, sobre todo los neoliberales, por quienes expresan un discurso institucionalista, que solo podría tener un efecto critico moral de corto alcance, por los que hablan de continuar y defender el proceso, pero, lo hacen electoralmente, siguiendo el juego al caudillo? Si iban a votar no tenían más opción. Era difícil, imposible, lograr que las mayorías desencantadas del “proceso” voten nulo, menos que se movilicen para evitar las elecciones, exigiendo conformar condiciones adecuadas democráticas y de reconducción del “proceso”. Su acto de votación fue un acto nostálgico, para preservar el recuerdo de lo que fue, perdiéndose en algún lugar del camino.

 

Esta oposición, atrincherada en sus costumbres de clase política, ha muerto. No se dieron cuenta que la clase a la que pretenden representar, la burguesía, esta con el presidente, que les dio lo que los gobiernos neoliberales no pudieron lograr, paz, para poder efectuar abiertamente el comercio y la producción. La oposición, que llaman los oficialistas “derecha”, no representaba a la burguesía sino a ciertas clases medias asustadas, que no comprenden hasta ahora, que el presidente “indígena” es uno más de los presidentes del Estado-nación, quizás el mejor, que no es, de ninguna manera, el presidente del Estado Plurinacional Comunitario y autonómico, que no existe. La otra oposición, la institucional y la verde, no podían oponerse moralmente a una mecánica de poder, que se mueve con fuerzas y se efectúa en correlaciones de fuerza.

 

Asistimos entonces a la muerte del gobierno progresista, que de progresista ya tenía poco; ahora solo le queda ser un buen gobierno burgués. Asistimos a la muerte del MAS, conglomerado que nunca pudo llegar a conformarse como movimiento, salvo lo que respecta a las Federaciones Sindicales Campesinas del Trópico, el núcleo duro del MAS. Tampoco se conformó como partido; solamente fueron el recurso de emergencia para las convocatorias electorales. Nunca fue el MAS consultado ni en lo que respecta a la Constitución, ni en lo que respecta a las políticas. Solo se acuerdan del MAS en las convocatorias electorales, contentando a los militantes con prebendas, incorporaciones sin importancia en el ejecutivo, o con su participación silenciosa en el Congreso. El idílico MAS y el gobierno progresista no podrían sostenerse cuando el “proceso ha muerto”. Lo que viene es un gobierno, como cualquier otro, y una crisis de un partido que nunca fue tal. 

 

 

    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La trama del poder

 

 

Hay que tocar el tema de la trama del poder desde, por lo menos, dos lugares, por así decirlo; el de la narrativa y el del desplazamiento efectivo de las fuerzas. En lo que respecta a la narrativa no es difícil seguir la construcción de la trama a partir de la figuración, configuración y re-figuración, momentos de la hermenéutica de las narrativas.  En lo que respecta al ejercicio efectivo del poder, no es tan fácil, pues no se trata de algo así como narrativa material de las fuerzas, pues las fuerzas no se comportan como narrativa, sino, mas bien, como una física, mejor dicho mecánica de fuerzas. Entonces, la dificultad radica en comprender las plurales formas, contenidos, expresiones, si se quiere, las plurales composiciones, secuencias, desenlaces, que asume el ejercicio del poder. No se puede encontrar, en este caso, una “lógica”, menos una estructura que orienta los acontecimientos. No hay pues una trama, sino entrelazamientos, entrecruzamientos, correlaciones de fuerzas, tejidos de fuerzas, que no derivan en una textura, sino en un campo abierto de texturas. Si es así, como decimos, ¿cómo explicar la persistencia y la reproducción del poder? La narrativa del poder pretende una “lógica” necesaria, inherente a la sociedad  misma, por lo tanto encuentra una estructura centralizada, que puede adquirir formas de descentralización, encuentra que la trama narrativa, que es discurso de legitimación, se repite en la historia. Sin embargo, estas son las pretensiones de la narrativa. ¿Qué ocurre entonces para que el poder aparezca como una característica de las sociedades humanas?

Como dijimos antes, el poder es conformado por la gente, es producido y reproducido socialmente, el poder se constituye e instituye institucionalmente. Son las instituciones que atrapan las fuerzas sociales, las capturan y las orientan en el sentido de la reproducción institucional. El poder es un fenómeno institucional. Son las propias dinámicas moleculares, capturadas institucionalmente, las que construyen y reconstruyen el poder. Si hay algo parecido a la regularidad del poder, a la reaparición del poder, en sus distintas formas, se encuentra en las composiciones sociales institucionalizadas. Sólo así podríamos explicarnos que después de una revolución que derriba al gobierno, que hace de Estado efectivo, los sublevados terminan conformando otra forma de gobierno, que hace de otra forma de Estado, si se quiere. Las instituciones no solamente son “exteriores”, es decir, son esas instituciones que observamos como arquitecturas jurídicas y políticas, sino también son las instituciones inscritas en el cuerpo, en los cuerpos, que hacen a la sociedad. No basta pues abolir una forma de gobierno, incluso una forma de Estado, yendo más lejos, no basta abolir un tipo de instituciones, pues la institucionalidad inscrita en los cuerpos termina haciéndolas emerger de nuevo. El problema entonces se encuentra en las subjetividades constituidas por el poder, en la larga historia del poder.

El problema se encuentra, por así decirlo, en la “interioridad” constituida por el poder. No se crea que esta “interioridad” es demolida por la simple declaración de asumirse como “revolucionario”, incluso con asumir las formas radicales del contra-poder. Estas asunciones, esta toma de posición, no dejan de moverse en la “exterioridad”, aunque puedan moverse en los bordes fronterizos de la “interioridad”. La herencia de subjetividades constituidas por el poder no desaparece tan fácilmente. Es menester desmontar esta internalización del poder, estos habitus, estos imaginarios, que pueden encontrarse diseminados en la cultura, en el lenguaje, incluso cuando se logra conformar climas culturales subversivos. El desmontaje, el desmantelamiento, la de-construcción de esta institucionalidad inscrita en los cuerpos, es una larga tarea de revolución cultural, de revolución civilizatoria. Ambos términos, revolución cultural y revolución civilizatoria, implican, desde ya, algo más fuerte de lo que significaban hasta ahora, en los discursos políticos e interpoladores. La revolución cultural interpela a la misma cultura, la revolución civilizatoria interpela a la misma civilización. La radicalidad de los sentidos radicales tienen que ver con liberar la potencia social, liberar la potencia de la vida, sin sujetarse a modelos, paradigmas, culturales y civilizatorios.

No vamos a detenernos en lo que queremos decir con esto de liberar la potencia social, liberar la potencia de la vida; nos remitimos a los ensayos donde escribimos sobre estos tópicos[35]. Lo que importa ahora es hacer hincapié en que ya no se trata sólo de des-constituir sujetos y constituir nuevos sujetos, sino en liberar la potencia y la capacidad de cada quien de auto-constituirse. Sólo así se podrá salir del círculo vicioso institucional; de esas formas institucionales “externas” que se internalizan, de esas formas institucionales “internas” que se exteriorizan y vuelven a formarse de distintas maneras. Liberada la capacidad creativa e inventiva se da lugar a flujos sociales de composiciones abiertas, plásticas, flexibles, cambiantes, de acuerdo a las expectativas de los y las asociadas. Lo que se conformaría ya no son instituciones estáticas y duras, por lo menos en periodos, incluso en épocas, sino matrices abiertas de transformaciones institucionales en devenir.

 

Entonces el “secreto” de la reiteración, la recurrencia la reproducción del poder, en sus múltiples formas, se encuentra en las semillas, usando esta metáfora agrícola, plantadas en los propios sujetos y en las propias subjetividades. Se trata entonces de otra estrategia de cultivo,  ya no plantar semillas, sino convertir a cada quien en un semillero, en un creador, inventor y productor de semillas. Esto dará lugar a una proliferación transcultural y trans-civilizatoria nunca experimentadas, potencias y posibilidades inherentes a las sociedades humanas y a los humanos. Potencias y posibilidades inhibidas precisamente por las institucionalidades centralizadas, conformadas a lo largo de las historias de las sociedades.

 

Se entiende entonces que no haya una trama del poder, sino en la narrativa, que no haya como una estructura original del poder, estructura que puede variar, empero repetirse, en sucesiones históricas, como una condena. Lo que hay es como el deseo de poder, que es, paradójicamente, deseo de dominación y deseo de ser dominado. Obviamente, este deseo no es natural, por lo tanto biológico, sino la huella inscrita por las violencias y dominaciones iniciales. Esta huella no se explica como “interioridad”; no se encontraba en ninguna “interioridad”, antes de ser internalizada; la huella aparece como inscripción, como hendidura en el cuerpo, a partir de relaciones de fuerza constitutivas de las sociedades.  De lo que se trata entonces, es de borrar la huella.

 

Son las narrativas del poder las que construyen los mitos del poder. Estas narrativas, si bien, no inscriben la huella, pues esta es una hendidura de las fuerzas en el cuerpo, lo que hacen es inscribir los sentidos de la huella en la memoria social. Entonces las sociedades capturadas por las instituciones terminan asumiendo estos sentidos, estas narrativas como realidad. La reproducción de las instituciones, de la malla institucional que hacen al Estado, como institución imaginaria de la sociedad, cuenta entonces con no solo el deseo de poder de los sujetos, sino con las narrativas, que dan cuenta de los significados de la llamada realidad. Se entiende pues que la reproducción de poder, incluso si éste cambia de formas, aparezca como si fuese natural. Es a este fenómeno social que llamamos fetichismo del poder.

Retrospectivamente se puede decir que, desde esta perspectiva crítica, las revoluciones estaban condenadas al fracaso. Cambian el mundo, el mundo no es el mismo; empero, es un nuevo mundo que restituye el poder, en sus distintas formas. Las revoluciones aparecen no solo como acontecimientos emancipadores, sino, paradójicamente, como el comienzo de una nueva forma de dominaciones. No es pues a una revolución a la que debemos orientar la potencia social, una revolución que sea el fin y el comienzo, el fin del pasado y el comienzo del futuro, sino a una borradura de la huella del poder. Esto es más que una nueva cultura, más que una nueva civilización; si se quiere también se puede hablar en plural, más que nuevas culturas, más que nuevas civilizaciones; se trata de una nueva forma de vida humana.

 

Las relaciones de poder están en todas partes

 

Ya lo dijimos que no se puede considerar que el poder se restringe al Estado, tampoco que tiene en el Estado a su centro; en esto seguimos a Foucault[36]. El poder está en todas partes, forma parte de las relaciones sociales, no de todas, por cierto, sino de esas relaciones sociales institucionalizadas, incluso de esas relaciones sociales, que aunque no estén institucionalizadas, forman como la contracara oculta de las instituciones. Nos referimos al mundo paralelo al mundo institucional, al mundo de la economía política del chantaje. Ya escribimos también sobre este mundo paralelo. Lo que nos interesa ahora es que no solo la malla institucional que hacen al campo burocrático, que hacen al campo político, por lo tanto, hacen a los campos que, son transferidos abstractamente a la idea del Estado, sino también las instituciones sociales, que aunque reproduzcan también al Estado, no son consideradas instituciones estatales[37]. Este conjunto institucional del llamado campo social está atravesado por relaciones de  poder. No solamente nos referimos a la familia, tampoco a la escuela, que, ciertamente, también pertenece al campo social en conexión al campo político, por su papel y función en la reproducción del Estado, sino también a las instituciones culturales como las que conforman los intelectuales. También tenemos que nombrar  a las Organizaciones no-Gubernamentales, que se reclaman ser parte del apoyo a la sociedad civil.  Por otra parte, hay un sin fin de organizaciones, empresas e instituciones económicas que, obviamente, son agenciamientos concretos de poder. Fuera de estas instancias se tiene toda clase de ceremonias que reproducen los códigos jerárquicos del poder. En estas ceremonias se encumbra a personajes reconocidos, se establecen referentes sociales. Abriendo el panorama, los medios de comunicación promocionan ya no sentidos comunes, sino lo que llamaríamos, de acuerdo a su tonalidad, sentidos enlatados. Las líneas editoriales  seleccionan lo que es publicable, de acuerdo a las demandas del mercado. Estamos ante múltiples escenarios donde plurales formas de poder repiten micro-economías-políticas del poder. En las universidades los profesores juegan sus propias estrategias de poder. Toda la sociedad, por lo menos la oficial, funciona reproduciendo micro-poderes.

Todos estos micro-poderes funcionan como produciendo micro-estados, como micro-instituciones imaginarias micro-sociales. Aparecen ahí los pequeños sátrapas, los singulares déspotas de estos micros-escenarios de poder. Lo que acaece con los gobernantes  acontece también con los micros-gobernantes de los minúsculos estados. La pugna, las simulaciones, las legitimaciones, la recurrencia a reglas y a dogmas. El fenómeno del poder no es un fenómeno del Estado, ni tampoco como centro, sino es un fenómeno extendido a la sociedad misma. La crítica de la economía política estatal hay que extenderla a la crítica generalizada de estas micros-economías de poder. No puede entonces sorprendernos la persistencia y la preservación larga del Estado, ya que es en toda la sociedad donde se reproducen estos micros-poderes. Como dice Foucault es esta micro-física del poder la que sostiene la figura mítica del Estado.

Por eso, si se toma el Estado, si se cambia su forma, no es suficiente para abolirlo, como pretenden las versiones radicales del comunismo y el anarquismo, pues, en la medida que subsistan los micros-poderes, los innumerables ámbitos de la micro-física del poder, el Estado, en cualquiera de sus formas, ha de reproducirse. Por eso, la abolición del poder no solamente es estatal sino en todos los campos sociales, la transformación no solamente es molar sino molecular. Esto es la liberación integral de la potencia social.

 

Hablando de narrativas, en estos escenarios de los micros-poderes también se conforman narrativas de poder a escala. Se trata de narrativas institucionales, narrativas relativas y adecuadas a la microfísica del poder. Narrativas familiares, narrativas de fraternidades, narrativas de congresos,  de colegios profesionales, de corrientes intelectuales, narrativas empresariales, narrativas de los medios de comunicación. Estas narrativas se encargan de hacer circular sentidos que conforman las memorias sociales a escala de estos espacios.

 

En toda esta micro-física de poder la economía política de género quizás juegue un papel estructurante en los ámbitos de los conglomerados de micros-poderes, en los espesores de las dinámicas de fuerzas de las múltiples relaciones de dominación, a escala de estos singulares escenarios micros-sociales. Los constructos sexuales responden a esta economía política de género; la modulación de los cuerpos es como la primera preparación de los terrenos para hacerlos aptos para el cultivo de las semillas del poder. Lo que se llama relación patriarcal es inaugural en la genealogía de las dominaciones. 

También en este caso las narrativas se han encargado de  dar sentido a estas dominaciones patriarcales, a las dominaciones de género, que son reconocidas como relaciones patriarcales. Hay, al respecto, toda clase de narrativas; narrativas religiosa, narrativas culturales, narrativas mitológicas, leyendas, ceremonias y ritos. También hay narrativas literarias, narrativas estéticas, así como narrativas políticas. La interpelación a las relaciones de dominación patriarcales requiere de la de-construcción de estas narrativas.

 

 

Los ciclos del poder

 

Hipotéticamente se puede hablar de ciclos de poder, así como se habla de los ciclos económicos, incluso en las tres temporalidades, ciclos de larga duración, ciclos de mediana duración y ciclos de corta duración. Los ciclos de larga duración del poder pueden corresponder a las formas, contenidos y expresiones de un característico bio-sistema-poder. Los ciclos de mediana duración del poder pueden corresponder a lo que comúnmente se llama forma de Estado. Los ciclos de corta duración del poder corresponden al ciclo gubernamental. Los gobiernos, efectivos mecanismos del poder centralizado como malla institucional, forman parte de estos ciclos, que por razones ilustrativas y pedagógicas, como primera aproximación, se las puede considerar como ciclos concéntricos. Colocando el ciclo gubernamental en el centro provisional de estos ciclos concéntricos.

Los gobiernos llamados progresistas no son otra cosa que ciclos de poder de corta duración, dentro del ciclo de mediana duración del poder – siguiendo nuestro esquema figurativo -. Sus singularidades propias, que tienen que ver con la formación discursiva neo-populista, incluso, aceptando su auto-denominación, con la formación discursiva del socialismo del siglo XXI, que tienen que ver con la administración del Estado rentista, transfiriendo parte del presupuesto a la inversión social, aunque sea esta, en muchos casos, de alcance coyuntural, que tiene que ver con la extensión e intensificación del extractivismo, combinado, en algunos casos, con revoluciones industriales, tecnológicas-científicas y cibernéticas, como en un desarrollo desigual y combinado contemporáneo, que tiene que ver con la continuidad del Estado-nación por los caminos de la simulación, no hacen otra cosa que manifestar las variedades posibles de los ciclos de mediana duración del poder.

Sobre la anterior hipótesis podemos sugerir otra: Los gobiernos progresistas no pueden dejar de seguir la curvatura del ciclo; la etapa de ascenso, si se quiere, y la etapa de descenso. No pueden de dejar de formar parte de la reproducción del Estado-nación, el Estado moderno, en sus variadas particularidades, oscilaciones y variaciones, casi imperceptibles. Por más que se ilusionen sus “ideólogos” de que hacen otra cosa, de que inauguran un nuevo horizonte político, no hacen otra cosa que repetir las variedades posibles de la reproducción del Estado.

Los gobiernos progresistas están acotados por los propios límites estructurales, introduciendo este término discutible, inherentes a los ciclos de poder mencionados. Cuando las condiciones de posibilidad histórica siguen siendo las mismas, cuando estas condiciones de posibilidad histórica corresponden a la forma, contenido y expresión del bio-sistema-poder donde emerge y se desarrolla el llamado sistema-mundo capitalista, los gobiernos progresistas terminan siendo dispositivos de poder del orden mundial, dispositivos de administración y transferencia de valores y riquezas en el sistema-mundo desde las llamadas periferias a los centros móviles del sistema-mundo. En última instancia, debemos explicar las contradicciones profundas de estos gobiernos progresistas a partir de estos límites estructurales de los ciclos del poder.

La pregunta es: ¿Cómo salir de los ciclos del poder? La pregunta epistemológica con relación a la anterior pregunta es: ¿Cómo se sale de un ciclo? Respuesta teórica: Del ciclo se sale por las líneas de fuga. Hay que escapar de su campo gravitatorio, que es el poder mismo. Hay que moverse inventando otros campos de fuerzas, abriendo ciclos en contantes desplazamientos. Para que ocurra esto se requiere salir del fetichismo del poder, del fetichismo del Estado, salir de la economía política del poder, escapar del fetichismo institucional, liberando la potencia social.

   

 

 

 

 



[1] Ver de Raúl Prada Alcoreza Acontecimiento poético. Dinámicas moleculares; La Paz 2013.

[2] Gabriel García Márquez: El Otoño del Patriarca. Editorial La Oveja Negra. Bogotá 1980.

[3] Paul Ricoeur: Tiempo y narración. El tiempo narrado. Tomo III. Siglo XXI; México.

[4] Ibídem.

[5] Ibídem.

[6] Ibídem.

[7] Ibídem.

[8] Ibídem.

[9] Ver de Raúl Prada Alcoreza Gramatología del acontecimiento. Dinámicas moleculares; La Paz 2014.

[10] Ver de Michel Foucault Seguridad, territorio y población. Curso del Collège de France 1977-1978. Fondo de Cultura Económica; México 2006.

[11] Ver de Michel Foucault Nacimiento de la biopolítica. Curso de El Collège de France 1978-1979. Fondo de Cultura Económica; México 2007.

[12] Ver de Raúl Prada Alcoreza Gramatología del acontecimiento. Ob. Cit.

[13] Ver Gramatología del acontecimiento. Ob. Cit.

[14] Ver de Raúl Prada Alcoreza Acontecimiento político. Dinámicas moleculares; La Paz 2014.

[15] Revisar de Cornelius Castoriadis La institución imaginaria de la sociedad. Siglo XXI. México.

[16] Nos referimos al concepto usado por René Zavaleta Mercado de momento constitutivo. Leer Lo nacional-popular en Bolivia; Plural, La Paz.

[17] Revisar de Michel Foucault Nacimiento de la biopolítica. Fondo de Cultura Económica. México. También revisar del mismo autor Seguridad, territorio, población. Fondo de Cultura Económica 2004; Buenos Aires. 

 

[18] Michel Focault: Nacimiento de la bio-política. Fondo de Cultura Económica. México.

[19] Michel Foucault: Ob. Cit.                                              

[20] Ver de Raúl Prada Alcoreza Horizontes de la descolonización, también Descolonización y transición, así mismo consultar Cartografías histórico-políticas y Acontecimiento político. Dinámicas moleculares; La Paz 2013. Abya Yala; Quito 2013. Dinámicas moleculares; 2014.

[21] Ibídem.

[22] Ibídem.

[23] Ibídem.

[24] Ibídem.

[25] Ibídem.

[26] Ibídem.

[27] Ibídem.

[28] Ibídem.

[29] Ver de Michel Foucault Las Palabras y las cosas. Siglo XXI; Buenos Aires. También ver Arqueología del saber; Siglo XXI; Buenos aires.

[30] Ibídem.

[31] Ver de Raúl Prada Alcoreza Descolonización y transición. Ob. Cit. También Cartografías histórico-políticas, así como también Acontecimiento político; Ob. Cit. Se puede sugerir también la lectura de Gramatología del acontecimiento y Crítica a la economía política generalizada. Dinámicas moleculares; La paz 2014.

[32] Ver de Raúl Prada Alcoreza Acontecimiento político. Dinámicas moleculares; La Paz 2014.

[33] Aureliano Buen Día de la novela 100 años de soledad de Gabriel García Márquez.

[34] Ver de Raúl Prada Alcoreza Descolonización y transición. Abya Yala; Quito 2013. También del mismo autor, Cartografías histórico-políticas, Acontecimiento político, Gramatología del Acontecimiento. Dinámicas moleculares; La Paz 2013-2014. 

[35] Ver de Raúl Prada Alcoreza La explosión de la vida. Dinámicas moleculares. La Paz 2014.

[36] Ver de Raúl Prada Alcoreza Cartografías histórico-políticas. Dinámicas moleculares; La Paz 2014.

[37] Ver de Raúl Prada Alcoreza Diagrama de poder de la corrupción. Rebelión; Madrid 2013. Dinámicas moleculares; La Paz 2013. 

 

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Proyecto emancipatorio y libertario de autoformación y autopoiesis

 

 

Diplomado en Pensamiento complejo:

Contrapoder y episteme compleja

 


 

Pluriversidad Libre Oikologías

Proyecto emancipatorio y libertario de autoformación y autopoiesis

 

 

Diplomado en Pensamiento complejo:

Contrapoder y episteme compleja

 

 

Objetivo del programa:

Umbrales y limites de la episteme moderna, apertura al horizonte nómada de la episteme compleja.

 

Metodología:

Cursos virtuales, participación virtual en el debate, acceso a la biblioteca virtual, conexión virtual  colectiva. Control de lecturas a través de ensayos temáticos. Apoyo sistemático a la investigación monográfica. Presentación de un borrador a la finalización del curso. Corrección del borrador y presentación final; esta vez, mediante una exposición presencial.

 

Contenidos:

 

Modulo I

Perfiles de la episteme moderna

 

1.- Esquematismos dualistas

2.- Nacimientos de del esquematismo-dualista

3.- Del paradigma regigioso al paradigma cientifico 

4.- Esquematismo ideológico

 

Modulo II

Perfiles de la episteme compleja

 

1.- Teórias de sistemas

2.- Sistemas autopoieticos 

3.- Teorías nómadas

4.- Versiones de la teoria de la complejidad

 

Modulo III

Perspectivas e interpretaciones desde la complejidad

 

1.- Contra-poderes y contragenealogias 

2.- Composiciones complejas singulares

3.- Simultaneidad dinámica integral

4.- Acontecimiento complejo

 

Modulo IV

Singularidades eco-sociales 

 

1.- Devenir de mallas institucionales concretas

2.- Flujos sociales y espesores institucionales

3.- Voluntad de nada y decadencia

4.- Subversión de la potencia social

 

 

Temporalidad: Cuatro meses.

Desde el Inicio del programa hasta la Finalización del programa.

Finalizaciones reiterativas: cada cuatro meses, a partir del nuevo inicio.

Defensa de la Monografía. Defensas intermitentes de Monografías: Una semana después de cada finalización.



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